Mauricio Electorat
Me enteré con infinita estupefacción, como diría Borges, del fallecimiento de David Turkeltaub. David era —y será siempre— parte de la memoria de mis veinte años. Debía estar en tercero o cuarto medio, no recuerdo bien, cuando Pilar, la mujer de Jorge Edwards, me llamó para decirme que un editor iba a publicar una antología de la poesía chilena de ese momento. El editor era en realidad un poeta que había tenido la osadía de regresar al Chile de mediados de los 70 para crear una editorial. Un proyecto harto demente si se considera que se trataba, además, de una editorial de poesía. David me citó en su casa. Le llevé dos poemas. Me dijo: ‘Si me gustan, te los publico’. Era un hombre de muy pocas palabras, vestido de negro, alto, delgado. Yo, que venía del colegio, con uniforme y bolsón, pensé: así deben de ser los poetas. Me acordé de los retratos de los poetas que por ese entonces leía, Baudelaire, Mallarmé, Vallejo —unos señores más bien sombríos, con aire melancólico o ausente—, y es que, en realidad, nunca había conocido un poeta “de carne y hueso”. Unos días después, David me dio su veredicto: me publicaría los poemas, a condición de que los trabajara. Volví a visitarlo y me demostró, textos en mano, cómo y dónde fallaban. Pasé una semana trabajando ese par de textos hasta altas horas de la madrugada. Se los entregué con el alma en vilo. Él se limitó a un lacónico: ‘Ahora sí’. Desde ese día lo volví a ver muchas veces. David no sólo fue el primer poeta que conocí, fue también mi primer editor y mi primer maestro de poesía. Creo que aprendí más ayudándolo a corregir pruebas —más que de ser poeta, se enorgullecía de que sus libros no tuviesen nunca una errata— que en las aulas de las varias universidades por las que me tocó pasar ulteriormente.
Ahora que somos un país “normalizado”, un país pequeño, entregado en cuerpo y alma a los vaivenes de la economía mundial, en el que la cultura, en el fondo, no le importa a nadie —no, al menos, a quienes debería importarles—, quizás sea difícil comprender el alcance de lo que hizo David Turkeltaub creando Ganymedes en esos oscuros años. Publicó a Nicanor Parra, al por aquel entonces desterrado Gonzalo Rojas, a Enrique Lihn, a Óscar Hahn, los versos de José Donoso y a varios de los “poetas jóvenes” de ese entonces, en un ambiente enrarecido, cuando en Chile apenas se publicaban libros, no había ninguna revista y ser escritor, en ese país de charreteras, botas lustradas (y Damas de Verde, de Azul, de Gris, de Amarillo Canario...), era una batalla contra la desesperanza y el derrumbe (toda la última obra de Enrique Lihn es un inmejorable testimonio de esos años). En ese país, sin embargo, escribían, cada uno en su madriguera, Parra, Zurita, Teillier, Maquieira, Rodrigo Lira, Antonio Gil, Roberto Merino y tantísimos otros. Y los recitales, cuando los había, solían ser actos multitudinarios, en los que muchas veces se trataba más de “despistar a la policía” que de leer poesía.
Con todo, la poesía era vivida como una especie de (única) tabla (o texto) de salvación. Se necesitaba la generosidad, la testarudez y la locura de David Turkeltaub para brindarle un canal de expresión a la poesía chilena de ese momento. Su propia poesía toca los temas clásicos: el amor, la paradoja metafísica y, a veces, tiene casi un acento bíblico, como aquí:
A mi hijo, cuando cumpla 13 años
No se debe empujar al amor
El amor se encargará de empujarte.
No se debe forzar el amor
El amor te violará repetidamente
No trates de apostarte en la es esquina donde pasará el amor
Ese día justamente cambiará de ruta
No trates de conquistar a nadie
Las prisioneras de amor escapan igual que las de guerra
Si quieres una esclava, cómprala
No conocerás al amor por las palabras suaves
Conocerás al amor por la yema de los dedos
La que es hermosa a tus ojos es hermosa a tu corazón.
“Cántico —diría Gonzalo Rojas—
hombres de poca fe,
piensen en el cántico”.
Y yo agrego, modestamente: gracias, David.