Quienes leímos con detenimiento, hace unos años, los diarios de Luis Oyarzún, suponemos haber adquirido un grado de confianza con el individuo real. En cierto sentido, por esta vía lo conocimos tanto o más que las personas que lo frecuentaron. Incluso uno de estos lectores póstumos llegó una vez a aventurar la interpretación psicoanalítica del amor de Oyarzún por la naturaleza: “Eso es puro autoerotismo, la gente que habla demasiado de las plantas y de los árboles en realidad está hablando de su propio cuerpo”.
Esto indica una perduración de Oyarzún entre nosotros como figura cultural o simbólica. Es un autor que, aún un cuarto de siglo después de su muerte, sigue generando especulaciones y, en general, pensamiento. A mí se me viene a la mente con alguna frecuencia: me acuerdo súbitamente de una opinión suya sobre antropología local o trato de imaginar qué pensaría él cuando veo al pasar un edificio desmantelado, una plaza sombría o una pelea de perros en la esquina de Pedro de Valdivia y Providencia.
Es cierto que sus textos sobre la naturaleza —incluidos largos párrafos de los diarios— no logran permear de manera cabal al lector. Hay en ellos un factor privado, el del amor o de la pasión, que por su propia índole opera en forma excluyente. Cuando Oyarzún escribe sobre la erosión, los ríos y los bosques, lo hace con mucha intensidad, provocando una especie de destello que perturba nuestra mirada externa. Los que no sabemos distinguir un olmo de un arce, ¿cómo vamos a vislumbrar algo en sus detallados inventarios forestales?
Aparte del plano de las ideas, donde se movía con tanta claridad, parecían acomodarle más, al escribir, las descripciones de ciudades —de las que permanentemente huía— y las variadas alternativas de la condición humana. Es difícil de olvidar en tal sentido el retrato progresivo que hace de Neruda, un fragmento destilado con bilis que recuerda los detalles ampliados de las pinturas de Jerónimo Bosch, donde en un solo rostro uno cree ver la toda feble catadura de la vida.
Taken for a ride, que reúne los textos que Oyarzún publicó originalmente en forma dispersa, es una segunda entrada al mundo del ensayista. Como ejercicio de escritura se distancia de los diarios: el lector implícito es otro, más general y a ratos más fugaz. Siempre es sorprendente el giro que adoptan ciertos artículos de prensa cuando se los recupera en los libros: lo que no era sino una colección al paso de consideraciones y descripciones —partícipes del destino azaroso de diarios y revistas— se convierte propiamente en ensayo. Leemos estos textos, por tanto, persiguiendo una perspectiva de pensamiento, y el hecho de que estén unos junto a otros les confiere una profundidad adicional.
Sus contemporáneos han remarcado siempre la erudición de Luis Oyarzún. Hay un texto del libro —“Resumen de Chile”— donde ésta se manifiesta de la mejor manera: sin demasiados datos. Es en parte una relación histórica y en parte un ensayo sintético que quiere registrar, a través de los siglos, un cúmulo de acontecimientos esenciales, casi psicológicos, que vinculan nuestro pasado y nuestro presente.