Primero, tres confesiones absurdas, pero necesarias en nuestro medio, en donde abundan las suspicacias y las tergiversaciones:
1. de alguna manera -compleja, exenta de nacionalismo- amo a mi patria,
2. soy de los que celebraron, en 2005, el triunfo de Michelle Bachelet, porque
3. me considero alguien de izquierda, o como dicen los españoles, de izquierdas, matiz importante.
Bien. En su edición de abril de este año, el diario Chile Contigo titula: "Se abre el maletín literario" y precisa que "este año, 133 mil familias serán beneficiadas con un total de un millón 266 mil libros". Más adelante, dicha publicación -que, por cierto, cualquier aparato de "agitación y propaganda" de los años 70 hubiese querido para sí- agrega que "el maletín literario sin duda contribuirá a estimular en todo el núcleo familiar una cercanía con la lectura, además de distribuir el capital del conocimiento de una manera democrática". Se informa también que la iniciativa beneficiará en los próximos años a 400 mil familias de escasos recursos, seleccionadas según puntaje de la Ficha de Protección Social.
A primera vista, se trata de una iniciativa loable, cuya finalidad -conectar a la gente de escasos recursos con la lectura- nadie que esté en su sano juicio cívico podría objetar. Y es que, a pesar de la falta de indicadores sistemáticos, surge de una constatación harto dramática: Chile se está transformando en un país de analfabetos funcionales (cada vez son más numerosas las personas que, sabiendo leer, no leen nunca y por lo tanto comienzan a tener dificultades de comprensión de mensajes escritos sencillos). Implementar políticas públicas en favor de la lectura es, pues, una necesidad de primer orden. El problema es que distribuir La metamorfosis o Las aventuras de Ogú entre personas que prácticamente no han abierto jamás un libro es como si nuestra política de salud consistiera en distribuir un maletín con algunos antibióticos, unos supositorios, algunas prótesis... a las familias de menores recursos.
Lo que se le puede reprochar al maletín literario no es su noble intención, sino su superficialidad. No hay que ser doctor en Harvard para comprender que la lectura, ante todo, es un hábito, una costumbre como la de salir a andar en bicicleta el domingo. "Distribuir el capital de conocimiento de una manera democrática", pasa por crear ese hábito (y otros), elaborando una verdadera campaña nacional de lectura, en la que los principales actores sociales estén auténticamente comprometidos, partiendo por la empresa privada (¿qué se ha hecho hasta ahora con la ley de exención tributaria por donaciones culturales?). Las bibliotecas, más que públicas, mixtas, se podrían transformar así en verdaderos centros culturales, con programación semestral, programas de monitores y de formadores de monitores... Pero para ello es indispensable que el libro y, sobre todo, la lectura sean considerados de una buena vez prioridad nacional, tal como lo son las pensiones o la salud, y que las políticas públicas en la materia tengan la seriedad y el financiamiento que requieren, en vez de migajas...
Nueve libros por familia, libros a precios prohibitivos, campañas de lectura que se implementan sin diagnóstico previo. La pregunta es: un país lleno de dinero y de analfabetos, ¿es un país desarrollado?