No se puede definir mejor el atractivo de "Los monstruos" -que vimos en Buenos Aires y nos visita ahora abriendo aquí la temporada 2017 de estrenos internacionales- que como el gran hallazgo del año pasado en un medio teatral conocedor, exigente y que no se deja impresionar fácilmente. Surgida en una Bienal de Arte en 2015 para fomentar la creatividad joven, es la 'ópera prima' de dos talentos sub 30 -el dramaturgo y director teatral Emiliano Dionisi, y el compositor Martín Rodríguez- cuyos grandes aciertos concitaron de inmediato la atención del público y la crítica. Aunque estuvo en cartelera solo en lunes y miércoles, sus funciones se dieron a tablero vuelto, y obtuvo 16 de los premios más codiciados que otorgan a fin de año cinco distintos entes trasandinos.
Hay que aclarar que esto es 'teatro musical' con reservas, y que además ostenta ciertos rasgos experimentales. Cabe en el nicho de "musical de cámara" como propuesta minimal dentro de ese canon, que contiene 8 o 9 canciones estupendamente interpretadas comentando o reflexionando sobre el tema planteado; acompañadas por un cuarteto de instrumentistas siempre a la vista, lo que subraya la teatralidad de la exposición. Pero rompe ese género al carecer de obertura y coreografías, en tanto tampoco tiene una trama desarrollada dramáticamente. Evoca en cambio una historia a través de situaciones que los hablantes rememoran o recrean narrativamente, como suele suceder en la 'nueva dramaturgia'. Por lo demás sus únicos dos personajes están siempre en escena, mayormente hablando de frente al público.
Más singular aún es la cuestión que aborda: de manera dura y descarnada, a menudo con mordaz ironía, brinda el retrato de la relación de unos padres con sus hijos. Vemos a la madre separada de una niña y al padre soltero de un niño dirigiéndose a sus respectivos retoños. Si en principio se muestran como progenitores cariñosos, preocupados y motivadores, pronto se revelan sobreprotectores y ultraexigentes. Como en "Un dios salvaje", él y ella no se conocen y entran en contacto al ser citados por el colegio cuando estalla una rencilla entre sus vástagos, que son compañeritos de curso. De ahí en adelante la disfuncionalidad en los roles paterno-filiales se agudiza progresivamente hasta el punto que cuesta decidir si es más deforme y torcido el comportamiento de los infantes o el de sus mayores; o si el peor riesgo es la monstruosidad de la sociedad toda y sus mandatos. Hacia el final el relato avanza hacia un registro verdaderamente violento.
Aparte de sus méritos dramáticos y musicales, lo notable del texto es la asertividad con que permite que cualquier espectador vea reflejada sus propias vivencias íntimas como padre o hijo. Es decir, funciona de algún modo como un contraespejo, o bien como una experiencia de psicoterapia grupal o de autoayuda; de hecho se sabe de argentinos que se la han repetido cuatro y hasta cinco veces. Ese factor psicoanalítico lo refuerza el recurso de que a veces los personajes en escena asumen la identidad de sus conflictivos críos, o sugieren volver a su propia infancia. Otro elemento simbólico es que ellos jamás bajan de la tarima que sirve de espacio escénico simulando un interior doméstico: nadie nos enseña a ser padre o hijo y debemos resolver las dificultades de esos roles tan determinantes al interior del hogar. Y lo mejor que podamos.
Teatro Municipal de Las Condes. Funciones hasta el 25 de marzo, de miércoles a domingo.