Hace pocas semanas la Convención Constitucional (CC) introdujo una idea que hace tiempo ronda las mentes de quienes nos dedicamos arduamente al desarrollo del Derecho en nuestro país: que exista un órgano superior contralor que se encargue del nombramiento, promoción, sanción y remoción de las más altas magistraturas del hoy llamado Poder Judicial, así como también sobre todos sus estamentos inferiores, incluidos notarios y conservadores de bienes raíces. Como se señala en la
noticia aparecida recientemente en El Mercurio, se trata de un “órgano autónomo, independiente, colegiado, técnico, paritario y plurinacional”.
En general, la idea de crear un súper órgano es buena, ya que uno de los problemas actuales en la administración del Estado es el control. Sin embargo, no debemos olvidar que cada vez que la Contraloría General de la República (CGR), el Servicio de Impuestos Internos (SII) o el Servicio Nacional del Consumidor (Sernac) han solicitado más atribuciones fiscalizadoras y fondos para realizar su tarea, han obtenido la friolera de “0” pesos. Y he ahí el talón de Aquiles de la propuesta.
Teniendo esto en cuenta, ¿qué garantiza que un supraorganismo estatal podrá realizar todo aquello que le encomendará la nueva Constitución? La verdad es que nada nos lo puede asegurar. El rango constitucional que podría tener no lo asegura, como tampoco el
quorum requerido para cambiar su composición, por ejemplo. Los términos autonomía, independencia, colegialidad, etcétera, son equívocos y desprovistos de significado, pues son conceptos vacíos cuyo contenido viene dado por las acciones de las personas que los componen, quienes a su turno no responden ante nadie más que sí mismos o a alguien superior que, generalmente, no existe (el Estado, dios, el legislador).
Hace mucho tiempo que el voluntarismo y las buenas intenciones no provocan cambios reales en la estructura del poder. Como bien dice un autor: “El poder es más grande que tú” (Mayol, 2020), por lo que pensar que todos los seres humanos van a actuar de la misma manera y dentro de parámetros éticos o morales es abiertamente una quimera. Y más, pensar que se puede obligar a una persona es volver a los inicios del movimiento constitucionalista, cuando Rousseau se representaba la posibilidad de obligar a los ciudadanos a ser libres (Rousseau, 2015).
Creo en la existencia de órganos superiores de control (como es el caso de la CGR), como también creo que el problema de su disfuncionamiento o de la corruptela de los contralados no pasa por la existencia de un órgano más grande, sino que todo lo contrario: aquello pasa necesariamente por la concesión de atribuciones para cumplir la misión encomendada y porque esa misión se encuentre absolutamente financiada. Hace mucho tiempo que los organismos estatales de control se encuentran desfinanciados y susceptibles a la corrupción. La culpa no es de esas instituciones, sino de quienes deben entregarles facultades y fondos, es decir, del Congreso Nacional.
No olvidemos que un Estado más grande no es una solución en sí misma si no va acompañada de formas innovadoras de gestionar los recursos. La falacia de la escasez es un obstáculo ideológico que no soporta un análisis económico más profundo en la actualidad, pues las necesidades siguen siendo las mismas (Max Neef, 2009). El maquillaje no cambia la naturaleza humana ni las costumbres, es la educación la que produce el cambio. Parafraseando a Mandela, la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo.
* Santiago Zárate González es académico del Doctorado en Derecho de la Universidad Central de Chile.