El profesor Alejandro Vergara escribió hace unos días una sugerente columna denominada “
Sanciones, despotismo e identidad del derecho administrativo” en la que controvierte las opiniones entregadas por otros profesores de Derecho Administrativo acerca de dos fallos recientes del Tribunal Constitucional (TC) en materia de nuevas potestades asignadas en proyectos de ley para la Dirección General de Aguas (Rol N°3958-17) y el Servicio Nacional del Consumidor (Rol N°4012-17). En dicha columna el profesor Vergara, si entiendo bien su argumento, afirma que las sentencias referidas son correctas, desde una perspectiva teórica y dogmática, en la medida que descansan en una concepción vigorosa y actual de la democracia, el Estado de Derecho y del Derecho Administrativo que impide el “despotismo administrativo”. Así, este —el “despotismo administrativo”— se configuraría por atribuir potestades a órganos administrativos que él denomina de autotutela, jurisdiccionales y normativas, las que corresponderían al Poder Judicial y al Congreso Nacional.
Como es evidente, la columna del profesor Vergara se funda en un modelo de Estado, de Administración Pública y de Derecho Administrativo que está presidida por ciertas opciones políticas e ideológicas, legítimas por cierto, pero que parece necesario explicitar y contrastar con el ordenamiento jurídico vigente para analizar su consistencia y coherencia. Así, respecto de lo primero, el modelo ideológico que utiliza como telón de fondo parece descansar sobre la premisa de un modelo de Estado-Administración gendarme, cuya función es vigilar que los particulares se ajusten a la normativa vigente, pero sin que pueda interpretar esta y aplicarla a casos determinados (autotutela declarativa y ejecutiva), complementarla normativamente en sus aspectos de detalle o técnicos (potestad normativa de ejecución) y sancionar las infracciones que detecte (potestad sancionadora). Estas potestades, en opinión del profesor Vergara, no podrían estar entregadas a los órganos administrativos en nuestro derecho, ya que sería asignar a estos potestades de autotutela, legislativas y jurisdiccionales, lo que solo sería admisible, excepcionalmente, si se tratara de agencias independientes.
Pues bien, más allá de discrepar de ese modelo ideológico propuesto por el profesor Vergara, que debilita al Estado en su rol primordial de tutela eficaz de los intereses públicos y los derechos de los particulares más débiles en una sociedad, y que, por cierto, guarda estrecha relación con los postulados formulados por Dicey en la Inglaterra del siglo XIX
1 o, en nuestro medio, de Soto Kloss en la última parte del siglo pasado
2, lo cierto es que ello se aleja del modelo de Estado, de Administración Pública y de Derecho Administrativo existente en nuestro país, no siendo consistente tampoco con el desarrollo actual de la dogmática comparada y nacional de referencia.
En efecto, es un lugar común y que no requiere mayor justificación sostener que la Administración Pública en un Estado de Derecho posee habitualmente poderes jurídicos que no tienen los particulares, lo que le permite interpretar y aplicar la ley (potestad de autotutela declarativa y ejecutiva y no jurisdiccional), sancionar ciertas infracciones (potestad sancionadora y no penal) y aún dictar normas complementarias a la ley (potestad reglamentaria y no legislativa), todo ello con la finalidad de proteger los intereses públicos. Así, se estima que esta finalidad legitima y fundamenta la existencia de estos poderes excepcionales de los órganos que forman la Administración Pública, lo que le impone a su vez obligaciones de satisfacción de las necesidades públicas que la ley ha puesto en forma exclusiva bajo su cargo
3. Desde luego, estas potestades administrativas, por su contenido e intensidad, exigen como contrapartida un control jurisdiccional posterior pleno de su actividad, poniendo así a buen resguardo los derechos e intereses de los particulares.
Como se puede observar, el modelo de Estado-Administración y de Derecho Administrativo actual no descansa en privar o limitar
ex ante los poderes de la Administración, sino al contrario, de establecerlos como instrumento idóneo para satisfacer las necesidades públicas, sin perjuicio de su control jurídico por tribunales independientes e imparciales.
Este modelo es el expuesto y defendido por la amplísima mayoría de la doctrina contemporánea, no solo en Chile, sino en la mayoría de los países cuya construcción del Estado y del Derecho Administrativo tiene sus antecedentes en el modelo del “régimen administrativo” francés
4. En este sentido, el profesor García de Enterría, que vendría a ser algo así como “el padre del Derecho Administrativo hispanoamericano contemporáneo” —y que, desde luego, nadie podría catalogar de partidario del “despotismo administrativo”— sostiene en su ya clásico
Curso de Derecho Administrativo que “la Administración Pública personifica el Poder del Estado; es por ello una potentior persona, un personaje poderoso, cuyo comercio jurídico aparece penetrado por la idea de poder público (Hauriou). La Administración Pública que, como hemos visto, asume el servicio objetivo de los intereses generales, de acuerdo con el principio de eficacia (art. 103.1 de la Constitución)
5, dispone para ello de un elenco de potestades exorbitantes del Derecho común, de un cuadro de poderes de actuación de los que no disfrutan los sujetos privados. Así, por ejemplo, puede crear, modificar o extinguir derechos por su sola voluntad mediante actos unilaterales (por ejemplo, adquirir de los particulares o derechos sin contar con la voluntad de éstos mediante la expropiación forzosa) e, incluso, ejecutar de oficio por procedimientos extraordinarios sus propias decisiones —
privilegio de decisión ejecutoria y acción de oficio—
6.
Estos son precisamente los parámetros que sigue nuestro ordenamiento jurídico, cuando proclama desde la Constitución (aunque de forma algo críptica) al Estado de Derecho (artículos 6° y 7°) y la democracia (artículo 4°) como bases esenciales de nuestro ordenamiento, habilitando al Presidente de la República y a la Administración del Estado en general para aplicar y ejecutar la ley y dictar normas reglamentarias (artículos 24, 32, 33, 109, 113 y 119), sin perjuicio del derecho de los particulares para recurrir a los tribunales de justicia cuando sus derechos se han visto lesionados (artículo 38).
Más claras son, sin duda, las Leyes de Bases Generales de la Administración del Estado (Ley N°18.575) y de Bases de los Procedimientos Administrativos (Ley N°19.880), cuando atribuyen potestades a los órganos administrativos para interpretar, aplicar y ejecutar la ley, dictando actos administrativos que se imponen a los particulares (autotutela declarativa y ejecutiva), ajustándose en ello a los principios y reglas que establecen estas mismas leyes. Lo anterior, claro está, sin perjuicio del derecho de los particulares para impugnar dichos actos ante los tribunales que establece la ley, los que siempre tendrán la última palabra en la determinación de si la Administración actúo conforme o no a derecho.
Expresión de todo esto son también numerosas leyes administrativas, y que no han sido hasta ahora objeto de reproche por el Tribunal Constitucional, las que crean órganos potestades de autotutela declarativa y ejecutiva (no jurisdiccional), normativa (no legislativa) y sancionadora (no penal). Así ocurre, por ejemplo, con la Superintendencia del Medio Ambiente, la Comisión para el Mercado Financiero, la Dirección del Trabajo o los Servicios de Salud, por nombrar algunos. Por el contrario, son excepcionales los casos en que el legislador ha limitado las potestades de los órganos administrativos a la mera constatación de la infracción de un particular y la posterior denuncia ante los tribunales de justicia, sin potestades de autotutela ejecutiva, como ocurre con la Fiscalía Nacional Económica, la Corporación Nacional Forestal o el Servicio Nacional de Pesca, en ciertos casos.
En este contexto, las sentencias del Tribunal Constitucional, roles N°s 3958-17 y 4012-17 de diciembre y enero pasado, que el profesor Vergara defiende y aplaude con tanto entusiasmo, constituyen desde luego un cambio de criterio y enfoque en nuestro Derecho Administrativo. Está por verse, sin duda, si ello fue un arrebato o una revolución.
* Juan Carlos Ferrada Bórquez es profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Valparaíso.
1 Dicey. A.V. Introduction to the study of The Law of the Constitution, Macmillan and Co, London, 1885.
2 Soto Kloss, E. Derecho Administrativo. Bases Fundamentales, Editorial Jurídica de Chile, Tomos I y II, 1996.
3 Ferrada, JC. “Potestades y privilegios de la Administración Pública en el régimen administrativo chileno”, en Revista de Derecho, Universidad Austral de Chile, Vol. XX, Nº2, diciembre 2007, pp.69-94.
4 Ferrada, JC. “Los principios estructurales del Derecho Administrativo chileno: un análisis comparativo”, en Revista de Derecho, Universidad de Concepción, Nº 221-222, año LXXV, enero-diciembre 2007, pp. 99-136.
5 Referencia normativa hecha, por supuesto, a la Constitución Española de 1978.
6 García de Enterría, E. y Fernández, T-R. Curso de Derecho Administrativo, Civitas, Madrid, Tomo I, pp. 44-45.