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Juan Luis Goldenberg
A propósito del covid-19: incapacidad sobreviniente de pago y “fuerza mayor social”
"...Cabe preguntarse si no parece más razonable la incorporación o el reconocimiento de estas formas de alivio en términos más generales, delimitando con claridad los requisitos (...), en lugar de conducir a una parte importante de la población a respuestas concursales que, muy probablemente, sobrepasarán las capacidades de los tribunales de justicia y de la Superintendencia de Insolvencia y Reemprendimiento..."
Lunes, 27 de abril de 2020 a las 10:50 | Actualizado 10:50
Juan Luis Goldenberg
Con especial énfasis en la literatura jurídica nórdica, desde fines de la década de los ochenta se empezó a reflexionar sobre la idea de una “fuerza mayor social”. Ella da cuenta de ciertas circunstancias externas al deudor, tales como la cesantía o la enfermedad, que le impiden cumplir íntegra y oportunamente con sus obligaciones, pero que son suficientes para atenuar el rigor de los principales remedios contractuales. Una noción similar también ha sido incorporada por el nuevo Derecho de contratos, como una excusa de cumplimiento basada en la “imposibilidad ética”, aunque en supuestos más bien relacionados con la realización de servicios o trabajos de carácter personal [artículo 9:102 (2) (c) de los PECL], interpretándose en la misma línea el § 275.3 del BGB.

Pero esta reflexión se centra particularmente en el incumplimiento de las deudas dinerarias, donde aquellos remedios se parecen activar de forma automática y objetiva, y se estructura con relación a los grupos sociales más expuestos a perder sus capacidades de pago por circunstancias sobrevinientes. Con todo, la idea no es totalmente nueva y estaba presente en la filosofía medieval. Basta recordar que Santo Tomás (1225-1274) ya enseñaba que las restituciones se veían limitadas cuando ellas ocasionaban grave daño a la persona obligada a ellas y que los acreedores debían tener en cuenta la indigencia del deudor, prestándole el necesario socorro.

Estas formulaciones se tornaron especialmente importantes producto de los efectos de las olas de privatización por parte de los modelos de orientación neoliberal, que hacen descansar en las dinámicas del mercado el mejor mecanismo para el crecimiento económico y la satisfacción de las necesidades de la población. En ellos se evidencia que las coberturas otrora aseguradas mediante los mecanismos de protección y seguridad social se fueron aligerando, provocando, a su vez, que las personas debiesen acudir al mercado (incluso crediticio) para alcanzar el anhelado bienestar. En este contexto, son varias las incidencias que se fueron provocando en la órbita del Derecho de los contratos, de manera de lograr por medio de estos la obtención del bienestar social (contractual welfarism). Conforme a ello, se han ido incorporando ciertos estándares de protección en el núcleo del Derecho privado que pretenden asistir a la persona en su participación más activa en los mercados, manteniendo, a su vez, ciertos niveles básicos de calidad de vida. Ellos se expresan, en sus fórmulas más suaves, mediante el rediseño procedimental de la contratación (por ejemplo, mediante la exigencia de unos ciertos deberes de información), o, en los extremos del Derecho privado regulatorio (regulatory private law), por medio de la configuración de contratos completamente dirigidos, como ocurre con ciertos contratos de servicios básicos.

En el aspecto que por ahora interesa, el resguardo adicional se centra en advertir que el deudor se puede encontrar, producto de los nocivos hechos antes referidos, en una situación de mayor vulnerabilidad y, habida cuenta del menor soporte social para su pronta solución o para mantener un nivel digno de subsistencia, se deben alterar ciertos cimientos contractuales a efectos de no llevar a este deudor inocente a las calamidades que implica, por ejemplo, la pérdida de la vivienda, la insolvencia y la exclusión social.

Tales circunstancias se enlazan con lo que se ha calificado como fenómenos de “sobreendeudamiento pasivo”. Este grafica la involuntariedad de una incapacidad de pago sobreviniente, que se produce por la concurrencia de eventos inesperados que superan la esfera de control del individuo, reduciendo sus ingresos o aumentando sus gastos de forma significativa. En estos casos se observa cómo un embate económico impide que la persona ajuste adecuadamente su presupuesto, y, en la medida en que sus efectos se prolonguen en el tiempo, darán cuenta de un espiral de deuda del cual resultará difícil (cuando no imposible) escapar. En esta esfera, el desempleo se suele sindicar como el factor más relevante, puesto que lleva implícito este riesgo de desajuste, a menos que se cuente con niveles importantes de ahorro, de cooperación fundada en la solidaridad familiar o se haya implementado un sistema de protección privada (por ejemplo, un seguro de desempleo) o social (por ejemplo, un subsidio estatal), que permitan sortear las dificultades. Aunque ello solo será posible en la medida en que tales circunstancias, pero especialmente sus efectos, se presenten de manera transitoria. El problema se produce porque estos mecanismos tienden a ser insuficientes, inadecuados o incompletos cuando los shocks negativos ocurren a una escala mayor, como en los casos en que la economía nacional experimenta una grave desaceleración o muestra signos de recesión.

En estos escenarios, como los que ya se empiezan a exhibir como resultado de la pandemia del covid-19, aquellos grupos más vulnerables y, por tanto, menos preparados para soportar una crisis económica general, entrarán rápidamente en fase de insolvencia, dado que existirán escasos instrumentos de soporte para el cumplimiento de sus obligaciones y muy pocos medios para ajustar sus patrones de consumo, en la medida en que estos ya se presentaban limitados por la precariedad de sus ingresos.

Cabe suponer que lo anterior no presenta inconvenientes desde el punto de vista técnico, puesto que, comprobado el sobreendeudamiento, se podrían activar ciertas respuestas curativas, especialmente mediante el uso de las herramientas concursales, no siendo necesario horadar los principios contractuales centrados en la satisfacción del acreedor. En Chile, la cuestión supone analizar en esta clave las limitaciones a los derechos de los acreedores que se producen por efecto de la admisibilidad de la solicitud que da inicio a los procedimientos concursales de renegociación (artículo 264 de la Ley 20.720), tales como las prohibiciones de ejecución y de restituciones en los juicios de arrendamiento o la suspensión del devengo de los intereses moratorios, similares a las que se presentan para las empresas deudoras como consecuencia de la denominada “protección financiera concursal”. No obstante, lo anterior olvida que, en todo sistema jurídico, las respuestas concursales se deben comprender como medidas de ultima ratio, habida cuenta de los costos directos e indirectos que ellas acarrean para el deudor y sus acreedores y porque ellas también revierten las lógicas generales de la manera más radical posible, llegando incluso a la extinción de los saldos insolutos de las obligaciones (artículos 255 y 268 de la Ley 20.720).

En consecuencia, aún quedan espacios para otras soluciones, más precisas y menos burocráticas, como las que resultan de la intervención del contrato fundada en el contexto social en que ellos se despliegan. Un ejemplo de ello se encuentra en la configuración de deberes de asistencia o de renegociación de las deudas, impulsados por las formulaciones más amplias de los deberes de colaboración y lealtad que propicia el “solidarismo contractual”, especialmente en los casos donde se advierten acusados desequilibrios entre las partes en términos de conocimiento técnico o vulnerabilidad. Incluso, se puede dar lugar a una mayor intervención judicial, como sucede con la incorporación de períodos de gracia para el pago de la deuda (como lo hace, paradigmáticamente, el artículo 1343-5 del Code Civil francés tras su reforma de 2016), o, como se ha sugerido en Alemania, con la interpretación de que el deudor no se encuentra en mora en los casos en que el retardo en el cumplimiento de la obligación no le resulta imputable, sino que proviene de circunstancias externas como las que se producen en el contexto del sobreendeudamiento pasivo.

El punto común es que la “fuerza mayor social” requiere de la acreditación de tres elementos: primero, que el deudor se encuentre afectado por alguna circunstancia especial, como un cambio desfavorable en su salud, en su trabajo o en su contexto familiar; segundo, que exista un nexo causal entre la ocurrencia de tales hechos y la incapacidad de pago, y tercero, que se trate de una circunstancia imprevista y no imputable al deudor. Constatado lo anterior, los efectos jurídicos pasan por la mitigación (o eliminación) de las tutelas fundadas en el retardo del cumplimiento, como las indemnizaciones o cláusulas penales de carácter moratorio; por el impedimento de resolver el contrato, especialmente respecto de aquellos que se advierten como de primera necesidad, como ocurre con los servicios básicos, o por incorporar un derecho de desistimiento a favor del contratante afectado, pudiendo dar término anticipado al contrato que ya no se puede soportar con sus menguadas finanzas, sin estar sujeto a limitaciones o penalidades.

Se puede pensar que todo esto parece justificado en aquellos ordenamientos que han ido reconociendo este principio de “fuerza mayor social” y así han orientado algunas de sus soluciones legales ante la pérdida fortuita de la capacidad pago del deudor. Sin embargo, el ordenamiento chileno también contiene algunas reglas que responden a estos postulados, como en las fórmulas crediticias en que se altera el calendario de pagos en similares circunstancias a las antes descritas (por ejemplo, los artículos 8° de la Ley 19.287, de 1994, en materia de crédito universitario, y 13 de la Ley 20.027, de 2005, relativa al financiamiento de la educación superior por medio de “créditos con aval del estado”) o en las que se establece la posibilidad de solicitar la renegociación de la deuda (como en el artículo 6° del Decreto 132/1990, del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, referido a las deudas provenientes de préstamos habitacionales con los servicios de Vivienda y Urbanización). Con todo, estas siguen siendo respuestas puntuales y difícilmente permitirían sostener una base expansiva para todo el ordenamiento jurídico, sin perjuicio de que su formulación no parece tan desajustada a las reacciones legales para supuestos de insolvencia fortuita. Piénsese paradigmáticamente en el pago por cesión de bienes y en el beneficio de competencia, que, conforme a los artículos 1614 y siguientes del Código Civil, proceden cuando el deudor no se halla en estado de pagar sus deudas por accidentes inevitables, y, una vez abandonados sus bienes a sus acreedores, podrá pagar el remanente cuando mejore su fortuna.

Por ello, en el contexto de la grave crisis económica que se avecina producto de la pandemia del covid-19, bien cabe preguntarse si no parece más razonable la incorporación o el reconocimiento de estas formas de alivio en términos más generales, delimitando con claridad los requisitos de procedencia y los afectos de esta “fuerza mayor social”, en lugar de conducir a una parte importante de la población a respuestas concursales que, muy probablemente, sobrepasarán las capacidades de los tribunales de justicia y de la Superintendencia de Insolvencia y Reemprendimiento, considerando que el número de procedimientos ya se ha ido incrementado desde fines del año pasado producto de la crisis social.

* Juan Luis Goldenberg Serrano es profesor del Departamento de Derecho privado de la Universidad Católica y consultor del estudio Baraona y Cía. Tiene vigente un proyecto FONDECYT sobre la construcción de un sistema de prevención del sobreendeudamiento de los consumidores.
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