Un cliente, imputado por homicidio, confiesa a sus abogados que habría cometido otros dos homicidios en forma previa y les informa el paradero de las víctimas, una mujer de 20 años y una menor de 16. Los abogados deciden verificar esa información, trasladándose a los lugares donde los cuerpos habrían sido escondidos, una vieja mina cerca de la granja del imputado y un cementerio. Luego de encontrar los cadáveres, procedieron a tomarles fotografías. Uno de los padres de las víctimas indaga directamente con uno de los abogados respecto a cualquier información que tuviese respecto a su hija, a lo cual este último responde en forma negativa. Ambos abogados han recibido amenazas de muerte en el curso de su representación, al punto que han debido alojar separados para reducir los riesgos ante eventuales ataques. En el juicio, el imputado decide ejercer su derecho a declarar, confesando haber asesinado a cuatro personas, incluyendo las víctimas ya mencionadas. Luego de esa declaración del imputado, los abogados prestan una declaración a la prensa, revelando que conocían dicha información hacía seis meses y, dado que su imputado había declarado lo anterior, consideraron que habían sido relevados de su deber de confidencialidad y, por lo tanto, podían referirse al paradero de los cuerpos.
La reacción inmediata hacia los abogados por parte del público fue de condena y ostracismo social. La fiscalía iniciaría una investigación en su contra, entre otros cargos, por obstrucción a la justicia. El Colegio de Abogados, por su parte, de oficio abriría un expediente disciplinario en contra de ambos miembros. Uno de los abogados sería formalizado por supuestamente haber movido la cabeza del cuerpo hallado en el cementerio, en cuanto eventual manipulación de evidencia, e infringir legislación sanitaria relativa a dar sepultura a un cadáver hallado en un lugar público. Su cliente fue condenado, pero lograría fugarse de prisión. Frente a esta situación y a la probabilidad de que su cliente hubiese estado siguiendo a una de sus hijas, uno de los abogados revelaría a la policía su modus operandi. De esta forma, la policía lograría encontrar a su cliente, quien fallecería en un enfrentamiento armado al resistir su captura.
Lo recientemente descrito corresponde a grandes rasgos a los aspectos centrales del famoso caso de los cadáveres de Lake Pleasant de 1974. Los protagonistas fueron los abogados Frank Armani y Francis Belge, en su calidad de defensores de Robert Garrow, mecánico de 38 años, imputado por la supuesta muerte de un estudiante de 18 años desaparecido mientras se encontraba acampando en la zona. El diario The New York Times, en su nota de 20 de junio de ese mismo año, informaba las declaraciones de ambos abogados con posterioridad a la confesión de su cliente, en las cuales explicaban los pormenores de la búsqueda del paradero de los cadáveres, las noches de insomnio que les significó tener conocimiento de esa información, en especial luego de la visita de uno de los padres de las víctimas, pero afirmando que su deber de confidencialidad hacia su cliente les impedía revelarla. La nota concluía con la intervención del académico David Mellinkoff, resaltando que los abogados enfrentaban un conflicto de deberes, entre mantener bajo confidencialidad la confesión de su cliente por crímenes consumados y la prohibición de ocultar evidencias a la fiscalía, como serían los cuerpos de las víctimas. En años posteriores se filmarían documentales y películas dramatizando los hechos.
Si bien la participación de abogados en el escándalo Watergate suele interpretarse como el momento crítico que llevó a una mayor reflexión en torno a la educación legal en Estados Unidos y a la posterior creación de cursos obligatorios de ética profesional, el caso narrado coincidió con ese despertar respecto a esa área en cuanto materia que requería ser objeto de estudio en las escuelas de Derecho.
La relevancia del caso para la educación legal es innegable. Los primeros libros que se estaban escribiendo durante la década de los 70 sobre regulación profesional de la abogacía lo incorporaron sin hesitar. El caso ha perdurado en el tiempo, trascendiendo sus fronteras nacionales, por cuanto puede encontrarse en cursos de ética de la abogacía y filosofía en distintas universidades del mundo, probablemente al ofrecer, en comparación a otros asuntos, un dilema moral que logra una conexión inmediata con los alumnos. El caso también tuvo consecuencias sobre el método de enseñanza, orientado a la discusión de problemas, por cuanto permite un diálogo en torno al razonamiento sobre situaciones concretas. Por ejemplo, si dejamos la respuesta entregada a la discreción personal de cada estudiante, es posible arribar a respuestas diametralmente dispares: algunos guardarán silencio o responderán con negativas, pero no verificarán la información; otros revelarán el paradero de los cuerpos e incluso la culpabilidad de su cliente; otros buscarán realizar revelaciones a medias; otros presionarán al cliente bajo la amenaza de renunciar. En cambio, si enseñamos a esos estudiantes que la ética profesional suele definir respuestas a estos dilemas, distinguirán la confesión anterior de aquella que se refiriera a hechos futuros o crímenes no consumados y podrán discutir acerca de la justicia de contar con respuestas estandarizadas, por medio de reglas de revelación obligatoria o facultativa, por ejemplo.
El caso también tuvo consecuencias normativas. A raíz del mismo, el académico Monroe Freedman persuadió al American Law Institute y luego a la American Bar Association para incluir una excepción a las reglas de confidencialidad que autorizara revelar información relacionada con la representación de un cliente en la medida que evite una muerte razonablemente segura o un daño corporal significativo.
Treinta años después, Frank Armani fue invitado a participar en un simposio sobre su experiencia con el caso. Resulta muy difícil no sentir empatía con su relato, tan honesto y sin esconder aquellos aspectos menos heroicos, como él mismo se preocupó de aclarar al ser preguntado por su reacción una vez que Garrow fue acribillado: “Fue de gran alivio. Terrible, pero es mi respuesta honesta. Yo no soy un héroe”.
En el curso de su representación ambos abogados enfrentaron al menos cinco decisiones éticas relevantes. Primero, representar y continuar con la representación de su cliente luego de su confesión. Para Armani su cliente no era un desconocido. Ya lo había representado en materias tan diversas como un accidente de tránsito, problemas de su hijo en el colegio, acusaciones de amenazas y secuestro respecto a dos autoestopistas, de posesión de marihuana y, finalmente, de delitos sexuales contra menores de edad. Para Armani, junto a los problemas prácticos de renunciar en medio de un juicio y lo excitante que se había vuelto el caso, cuando uno asume la representación de un caso, esta se asume tal cual viene.
La decisión de inspeccionar el lugar donde habría escondido los cuerpos fue probablemente una de las decisiones más complejas. Para Armani, existían al menos tres razones a favor de hacerlo. Primero, existía la posibilidad de que una de las víctimas todavía estuviese viva, lo cual constituía la principal razón para ir al lugar. Segundo, el deber de recabar toda la información relativa a los hechos de la causa. Tercero, porque necesitaban verificar si efectivamente lo que decía su cliente era verdad, especialmente si luego intentaban negociar con la fiscalía. Un aspecto particularmente complejo se refería a la toma de fotografías de los cuerpos, por cuanto si bien les permitía contar con respaldos de lo informado por su cliente, esas fotos constituían pruebas. Dado que su despacho había sido saqueado en diversas ocasiones en busca de los expedientes del caso, Armani optó por destruirlas.
La renuncia de su cliente a su derecho a no autoincriminarse al prestar declaración fue otra ardua decisión. Armani había aprendido ciertas técnicas de hipnosis y dado que su cliente era poco comunicativo, le propuso hipnotizarlo y durante dicha sesión le sugirió que aliviara su conciencia con Belge. Luego le pidió a Belge que se entrevistara con Garrow, sin informarle de la hipnosis, y Garrow le confesó el paradero de ambos cuerpos. Independiente del reproche sobre la licitud de los medios utilizados, esto significó para Armani evitar constantemente al padre de una de las víctimas, cuyas hermanas asistían al mismo colegio e incluso una de ellas era compañera de curso de su hija. Con esa información intentaron negociar una salida alternativa con la fiscalía, pero en un caso tan notorio, el fiscal tenía altas chances de ser reelecto, por lo que rechazó el acercamiento. Ante esta circunstancia, Armani planeaba argumentar como teoría del caso que su cliente estaba demente, allegando una serie de testimonios a ese efecto, sin que Garrow declarara ante el tribunal. Sin embargo, fue sorprendido cuando, instado por Belge, se encontró con que Garrow iba a declarar. Este entrevero entre ambos no acabó bien, al punto que esa noche los abogados terminaron a puñetazos.
Finalmente, se encuentra la revelación de información confidencial a la policía con posterioridad a la fuga de su cliente. Cuestionado si esta revelación se produjo a raíz de las amenazas a su familia, tanto provenientes de la comunidad (llamadas obscenas en medio de la noche y vandalismo, al punto de mudar a su familia a otra ciudad) como del propio Garrow (además de haber acechado en el pasado a una de las hijas de Armani, procedió a demandarlo a raíz de su condena, junto con encontrar en su celda una lista negra con el nombre de su abogado), Armani respondió que su primer deber tanto con la sociedad como su familia era que a su cliente lo recapturaran y lo encarcelaran para que cumpliera su sentencia.
Una última pregunta que cabe indagar se refiere a qué normas, principios o guías tuvo en cuenta Armani para enfrentar estas decisiones. Con toda honestidad declaraba que jamás había leído los Cánones de Ética Legal —primer cuerpo modelo a nivel federal promulgado por la ABA en 1908 y fuente del Código de Ética Profesional de 1948 chileno—, al punto que ni siquiera sabía que existían ni que formaban parte del derecho vigente. Solo una vez que se encontraba luchando por su vida profesional se puso a estudiarlas.
Sus guías para la acción, en cambio, vinieron por otro lado: los trabajos académicos de Monroe Freedman, a quien consideraba “mi luz iluminadora y único rayo de esperanza”. También consultó con un juez amigo sobre el caso en forma hipotética, sobre una presunta apuesta entre colegas a si debían revelar a la fiscalía información obtenida por su cliente, a lo que su amigo juez, antes de echarlo molesto de su despacho por la pregunta, le dijo que era suficientemente inteligente como para saber que se encontraban en juego las garantías constitucionales de debido proceso y defensa letrada. Y, finalmente, el juramento prestado al momento de ser admitido en el ejercicio de la abogacía. Ese acto, que para Armani era sagrado, lo comprometía a defender la Constitución de Estados Unidos, la Constitución del Estado de Nueva York y mantener la inviolabilidad de los secretos y comunicaciones de sus clientes.
Diversas lecciones pueden sacarse del caso de los cuerpos de Lake Pleasant. Permite justificar la necesidad de reglas de ética profesional desde un punto de vista consecuencial, en cuanto propenden hacia una prestación de servicios legales más igualitaria y no a un menú abierto conforme a la moral particular de cada abogado. Refleja los riesgos éticos que se encuentran en la profesión, no tan solo en la relación cliente-abogado, sino también al cómo esa relación moldea las interacciones con el sistema jurídico, el público y los costos que apareja para los profesionales del derecho en sus relaciones interpersonales. Da cuenta de las diversas complejidades tras el juicio ético, lejano a respuestas binarias, y a la necesidad de una comunidad experta que oriente el mismo por medio del diálogo con otros. Realza, por último, el valor de lo simbólico en el Derecho, como sucede con el juramento como prerrequisito para ejercer la profesión. En tiempos en que dicha ceremonia se ha transformado en un trámite express, que atocha a nuestro Poder Judicial con miles de postulantes por año, la historia de Armani es un contrapunto interesante que revaloriza este ritual, revistiéndolo de trascendencia tanto por la expectativa de solidaridad social entre abogados como por sus compromisos hacia el futuro. No es poco, independiente del juicio sobre eventual heroísmo de sus actores.
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