Afirmar que el buen gobierno corporativo (BGC) ha ido ganando cada vez mayor fuerza en Chile y el mundo, no resulta novedoso. Hace algunos días, el Comisionado de la Comisión para el Mercado Financiero (CMF), Mauricio Larraín, así lo expresaba. Esto sucede no solo porque un BGC puede contribuir a resguardar las ganancias del negocio, sino también porque se han ido incorporando nuevas temáticas, como el medio ambiente, la diversidad y la responsabilidad social. Pese a ello, como relatamos en la columna pasada, las cifras muestran que estos conceptos y nociones aún no han sido asumidos con la importancia que merecen en el plano de la autoregulación entre las empresas chilenas, pues menos del 50% de las firmas IPSA han adoptado las normativas dictadas en la materia (NCG N° 385/2015).
Debemos tener presente que no existe una definición unívoca del buen gobierno corporativo, de hecho, esta noción puede variar su contenido dependiendo de la perspectiva desde la cual se observe. Desde la esfera jurídica, hablar de ella implica abordar los deberes de los directores y administradores de empresas. Un caso ilustrativo para explicar esta situación es precisamente “Cascadas”, primero, porque ha sido uno de los más mediáticos de estos últimos años en lo relativo al funcionamiento de las sociedades comerciales y la bolsa de valores y, segundo, porque grafica varias aristas del régimen de responsabilidad de los administradores.
Sucintamente, el conflicto se originó entre el accionista mayoritario de SQM, Julio Ponce Lerou, y los accionistas minoritarios de la compañía, entre ellos, la AFP de Chile, quienes iniciaron acciones legales contra el primero por considerarse perjudicados a partir de una sumatoria de operaciones de compra y venta de acciones de SQM (entre 2008 y 2011). Estas se realizaban a través de una serie de sociedades cascadas (Norte Grande, que a su vez controlaba a Oro Blanco, que a su vez controlaba a Pampa Calichera, compañía que poseía el 23 % de SQM. Por medio de otra cascada, Norte Grande controlaba a Nitratos de Chile, que a su vez poseía el control de Potasios de Chile, sociedad que era propietaria aproximadamente de un 7% de SQM).
En abril de 2012, la Superintendencia de Valores y Seguros (SVS), hoy CMF, solicitó rehacer los estados financieros de las sociedades cascadas y en julio de ese mismo año se rechazaron las memorias de Nitratos. En septiembre de 2013, tras una serie de diligencias, la SVS formuló cargos contra los ejecutivos de cascadas por infracción a la Ley de Sociedades Anónimas (LSA) y la Ley de Mercado de Valores (LMV). De acuerdo a las investigaciones realizadas (se analizaron más de un millón de transacciones bursátiles), se pudo constatar la existencia de una secuencia de compra y venta de acciones con patrones comunes y reiterados en el tiempo y con los mismos actores involucrados, estableciéndose, de esta forma, un esquema coordinado de operaciones.
¿Cómo operaban? Básicamente se realizaban una serie de ejercicios sociales, tanto de inversión como de financiamiento, con el objeto de dejar disponibles importantes paquetes de acciones para su posterior remate en el mercado. Las sociedades cascadas luego compraban estas mismas acciones a precios mayores a las que se habían vendido, de manera que las sociedades relacionadas, vinculadas e instrumentales debieron asumir un sobrecosto aproximado de 7.532.300 UF por las decisiones que se tomaron en dicho período. El sobreprecio pagado significó un beneficio económico para los participantes de la operación: la utilidad estimada fue de 3.125.000 UF para Ponce Lerou; 3.122.000 UF (aprox. US$ 128 millones) para Roberto Guzmán; 1.761.000 UF (aprox. US$ 72,3 millones) para Leonidas Vial y 91.800 UF (aprox. US$ 3,7 millones) para Alberto Le Blanc.
La Superintendencia estableció la existencia de un esquema en el que Ponce Lerou ejercía una influencia significativa en la toma de estas decisiones, implementando una administración unipersonal. En este proceso habría contado con el apoyo de Aldo Motta y Patricio Contesse, gerentes generales de las sociedades Cascada y Potasios, respectivamente, quienes se encargaron de llevar a la práctica sus directrices. A partir de ello, en 2014 ocho ejecutivos y una corredora fueron sancionados por la SVS con multas ascendentes a cifras cercana a los US$ 164 millones. (La arista penal siguió otro cauce. En abril de este año fue anulado el fallo que sentenciaba a Motta por manipulación del mercado bursátil y abuso de posición dominante, de manera que el juicio deberá realizarse nuevamente). La multa impuesta por la entidad reguladora fue calificada como histórica (1.700.000 UF).
El reclamo de esta multa fue rechazado. En contra de esta última resolución se presentó un recurso de apelación que se resolvió el 21 de febrero pasado. En este fallo, la Sexta Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago confirmó la sentencia en lo medular, pero se vio compelido a rebajar la multa de acuerdo a lo sentenciado por el Tribunal Constitucional (TC), de acuerdo a la petición subsidiaria.
Recordemos que el TC dictó, con fecha 24 de mayo de 2018, esto es, con posterioridad a la sentencia recurrida, un fallo que declaró la inaplicabilidad por inconstitucionalidad del artículo 29 del D.L. 3538 de 1980, Ley Orgánica de la Superintendencia de Valores y Seguros, en los autos Rol 7250-2016 de la CA de Santiago, es decir, en esta causa. Dicho artículo establece lo siguiente: “No obstante lo expresado en los artículos 27 y 28, al aplicar una multa, la Superintendencia, a su elección, podrá fijar su monto de acuerdo a los límites en ellos establecidos o hasta un 30% del valor de la emisión u operaciones irregulares”. El TC sostuvo que debido al nivel de imprecisión del régimen sancionatorio (por separado y en conjunto), a la vaguedad del concepto de operación irregular sobre el cual ha de calcularse el porcentaje y la ausencia de criterios de graduación en el proceso de singularización de las sanciones en el ejercicio dirigido a fijar el monto de las multas, el órgano administrativo sancionador o el juez estaría creando más que interpretando la ley. Adicionalmente, planteó que se incurre en un error al no tomar en consideración la existencia de otros tipos de sanciones o remedios legales disponibles que en este caso sirven para disuadir la comisión de conductas ilícitas, tales como las sanciones penales, sanciones individuales no pecuniarias (como la inhabilidad) e, indirectamente, las acciones privadas de indemnización de perjuicios como compensación a las pérdidas sufridas (en transacciones bursátiles con características, muchas veces, de juegos de suma cero, en sustancial beneficio de los intereses del reclamante). Seguidamente, señaló que si bien una sanción puede tener una variedad de justificaciones o funciones, entre ellas, la retribución y la disuasión, es posible sostener que la opción por el tipo de función con que se establece una sanción es, generalmente, una materia de política pública a ser determinada por el legislador. Sostuvo que la severidad de una sanción no puede carecer de límite, pues ella exige racionalidad y justicia en los procedimientos, de manera que existiría una prohibición de establecer sanciones de severidad excesiva. Por otra parte, esgrime que la severidad de la sanción que merece la conducta infraccional no puede estar desligada de la justicia o proporcionalidad derivada de la gravedad asociada a la conducta (en abstracto y en concreto) de quien la ha cometido. En base a lo anterior y otras consideraciones, el TC acogió el recurso de inaplicabilidad del inciso primero del artículo 29 del Decreto Ley 3538 de 1980.
A partir de esta sentencia, la CA de Santiago no pudo confirmar la cuantía de la multa impuesta por la SVS en la Resolución Exenta N° 23, de 2 de septiembre de 2014, pues aquella se fijó precisamente en la facultad de fijar la multa en hasta un 30% del valor de las operaciones irregulares. En vez de ello, la CA consideró aplicable el artículo 28 del DL 3538, en la convicción que esta norma se ajustaría mejor a la conducta de quien no solamente es un director de las sociedades que participó en la trama administrativamente ilícita, sino que además inviste la calidad de principal artífice de las vulneraciones que sanciona el referido artículo. Tal precepto dispone que la sanción de multa, a beneficio fiscal, lo será por un monto global por sociedad equivalente a 15.000 UF y que en el caso de tratarse de infracciones reiteradas de la misma naturaleza podrá aplicarse una multa de hasta cinco veces el monto máximo antes expresado. En el caso analizado, las infracciones a distintas disposiciones fueron reiteradas en el tiempo, por lo que se fija la cuantía de 75.000 UF (que resulta de multiplicar por cinco la multa de 15.000 UF). La sentencia tuvo un voto de prevención. En este lineamiento, consideró que los actos de Ponce no pueden ser reducidos a la calidad de miembro del directorio de las sociedades, sino además a su carácter de presidente del directorio de todas las sociedades Cascadas y como controlador de las sociedades relacionadas, vinculadas e instrumentalizadas, siendo, además, quien ideó y promovió la realización del esquema irregular que generó los actos por los cuales se le sanciona, de manera que ha incurrido en una conducta “de mayor reproche” a la que podría atribuirse a un mero director.
En marzo pasado se presentó un recurso de casación ante la Corte Suprema, que a la fecha se encuentra pendiente de resolución.
Con independencia del resultado de este último recurso, nos interesa abordar, en esta ocasión, tres cuestiones jurídicamente relevantes que surgen de este caso: la proporcionalidad de la multa, los deberes infringidos en función del interés social y los criterios que deben considerarse en la determinación de la responsabilidad de los directores sociales.
Respecto del primero, se reconoce que si bien se dota a las entidades legislativas de facultades sancionatorias, se plantea que los reguladores no solo deben revisar el marco regulatorio aplicable, sino también afinar su discresionalidad interpretativa considerando el fallo del TC, de manera que se trata de una sentencia que fija un precedente relevante en la materia; sin perjuicio de que puedan revisarse los límites normativos asociados a las multas.
Por otra parte, la resolución reclamada, luego de hacer referencia a los descargos de Ponce Lerou y analizar las operaciones sociales, concluyó que aquel infringió los numerales 1 y 7 del artículo 42 de la Ley 18.046 y los incisos primero y segundo del artículo 53 de la Ley 18.045, todas normas orientadas a la protección del interés societario de las compañías, conductas en las que incurrió como controlador y director de las sociedades Cascadas y controlador de las sociedades relacionadas o instrumentales. Los argumentos del reclamante fueron rechazados estimándose —entre otras cuestiones— que se había infringido el deber de lealtad contemplado en el art. 42 de la LSA. Este precepto dispone: “Los directores no podrán: 1. Proponer modificaciones de estatutos y acordar emisiones de valores mobiliarios o adoptar políticas o decisiones que no tengan por fin el interés social; y 7. En general, practicar actos ilegales o contrarios a los estatutos o al interés social o usar de su cargo para obtener ventajas indebidas para sí o para terceros
relacionados en perjuicio del interés social. Los beneficios percibidos por los infractores a lo dispuesto en los tres últimos números de este artículo pertenecerán a la sociedad, la que además deberá ser indemnizada por cualquier otro perjuicio. Lo anterior, no obsta a las sanciones que la
Superintendencia pueda aplicar en el caso de sociedades sometidas a su control”.
Debemos subrayar el hecho de que el deber de lealtad no se agota en la citada disposición, esta no es más que una de sus concreciones. Este atiende a un principio general que impone al director de la S.A. la obligación de conducirse en términos tales que subordine sus intereses personales o de personas relacionadas a él o los intereses de la sociedad, de manera que no puede realizar actos contrarios al mismo ni aprovecharse de su cargo para obtener beneficios personales. El contenido de este deber no solo es económico, sino también valórico. Asimismo, se tomó en consideración el inciso tercero del art. 39 LSA, esto es, el deber de fidelidad de los directores para con la sociedad, en la medida que las decisiones que se adopten deben siempre mirar el interés social de la misma, lo que desde ya descarta la tesis del interés común del grupo empresarial. En tal sentido, si bien en el presente juicio se discurrió respecto de los ribetes del interés social y su posible concordancia con el interés colectivo del grupo, esta última tesis fue rechazada. En otras palabras, se afirma claramente que los deberes fiduciarios de los directores se deben orientar al cuidado de la sociedad que dirigen y no al grupo al que pueda pertenecer.
La CA señaló que Ponce Lerou no observó el interés social de las sociedades Cascadas, pudiendo vislumbrarse tales operaciones como contrarias al mismo, afectando el correcto funcionamiento del mercado y perjudicando la confianza del público inversor. El voto de prevención señaló acertadamente que el interés social no se encuentra subordinado o desaparece por la expresión de “intereses comunes” del artículo 96 de la Ley 18.046, esta norma alude a una materia diversa y debe necesariamente interpretarse en armonía con aquellas que en forma expresa establecen las prohibiciones impuestas a directores y gerentes de sociedades anónimas, lo que lleva necesariamente a concluir que prima siempre el interés social por sobre cualquier otra consideración de contexto o grupo empresarial.
Finalmente, debemos destacar el criterio de gradualidad empleado por la CA, en cuanto no solo toma en consideración la calidad de director del reclamante, sino también su carácter de presidente del directorio de todas las sociedades Cascadas, controlador de las sociedades relacionadas, vinculadas e instrumentalizadas y artífice de esta trama irregular, estimando que Ponce había incurrido en una conducta de “mayor reproche” a la que podría atribuirse a un mero director. Esta conclusión resulta relevante, pues como sabemos el estándar de responsabilidad actualmente exigido en la LSA es el de un buen padre de familia, sin efectuar mayores distinciones. En efecto, el art. 41 de esta norma dispone que “los directores deberán emplear en el ejercicio de sus funciones el cuidado y diligencia que los hombres emplean ordinariamente en sus propios negocios y responderán solidariamente de los perjuicios causados a la sociedad y a los accionistas por sus actuaciones dolosas o culpable”. Sabemos que esta responsabilidad es de medios, se incardina a los deberes de cuidado y lealtad, pero la normativa no establece con claridad una diversificación del régimen de responsabilidad de los directores en función de la distinta naturaleza de sus funciones y la gravedad de los actos cometidos, lo que estimamos necesario a la hora de juzgar la responsabilidad y fortalecer el buen gobierno corporativo.
En resumen, este caso nos muestra que quienes participaron de este esquema de operaciones dañaron los principios básicos sobre los que se funda el mercado de valores: fe pública, confianza, transparencia y buen gobierno corporativo. Los sentenciadores, reconociendo lo anterior, velaron por el correcto funcionamiento de este mercado, entendido como una estructura social que permite a los compradores y vendedores actuar con libertad en el intercambio de bienes y servicios sobre la base de condiciones mínimas que la autoridad de control deben hacer respetar, como es la eficacia, eficiencia, transparencia, confianza y credibilidad en los inversionistas.
|