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¿Es menos grave el femicidio cometido por infidelidad?
"... No se trata de juzgar con parámetros contemporáneos a los tratadistas y jueces formados durante la primera mitad del siglo XX, cuando el derecho expresamente consagraba la subordinación de la mujer a los dictados del marido; pero sí es necesario llamar la atención de los legisladores, tratadistas y jueces del siglo XXI cuando, sin más, crean y aplican normas como si vivieran en el siglo pasado..."
Viernes, 17 de junio de 2016 a las 9:33 | Actualizado 9:33
Jaime Couso / Luis Villavicencio
La Corte de Apelaciones de La Serena acaba de validar la decisión de un tribunal de aplicar la atenuante de haber actuado “por estímulos tan poderosos que naturalmente hayan producido arrebato y obcecación” para rebajar la pena de un hombre que cometió un femicidio frustrado contra una mujer tras enterarse de una infidelidad. Desde luego, debe aclararse que la atenuante aplicada no es la infidelidad —como algunos medios han sugerido—, sino el estado mental que podría provocar en un sujeto el hecho de enterarse de tal conducta. Así, y siguiendo con ello una doctrina ampliamente reconocida por la dogmática penal, el menor reproche dirigido al autor se justificaría porque este, producto del arrebato y la obcecación, habría visto limitada su capacidad de actuar conforme al derecho como consecuencia de un estímulo tan poderoso que a cualquier persona en su lugar también la habría afectado con esa intensidad, con independencia de lo reprobables que puedan ser ético-socialmente los motivos que gatillaron ese estado mental. ¿Es correcto este razonamiento, tratándose del estado mental provocado por la noticia de la infidelidad de la pareja? Y, para responder esa pregunta, ¿deben ignorarse por completo las consideraciones de género?

En primer lugar, es necesario aclarar que no es correcto decidir el grado de reprochabilidad de una persona individual en atención a lo que más conviene para las políticas de género, como las que buscan combatir la violencia femicida. Los tribunales hacen bien, entonces, en dejar de lado esta consideración y decidir el caso conforme al tipo de impacto psíquico sufrido por el sujeto en la situación dada. Sin embargo, lo cierto es que la atenuante solo toma en cuenta, a favor del autor, el arrebato y obcecación que ha experimentado, en la medida que hayan sido un efecto “natural” del estímulo, es decir, algo que “a cualquiera le pasaría”. Y si bien esto pareciera ser una cuestión empírica, en la práctica judicial no se trata de ese modo, sino necesariamente como un juicio valorativo, culturalmente condicionado acerca de si ese tipo de reacción es una conducta normalmente esperable o no en los varones chilenos. Y es entonces donde la perspectiva de género está llamada a iluminar la cuestión.

Como ha destacado Frances Olsen nuestro pensamiento se ha estructurado en dualismos: racional/irracional, activo/pasivo, razón/emoción, abstracto/concreto, universal/particular. Esos dualismos tienen, además, tres características relevantes: la sexualización, es decir, una mitad de cada dualismo se considera masculina y la otra femenina; segundo, la jerarquización, esto es, los términos de los dualismos no son equivalentes, sino que constituyen una jerarquía que implica que en cada par el término identificado como “masculino” es considerado superior, mientras que el otro —el “femenino”— es considerado negativo o inferior; y, tercero, el derecho se identifica con el lado “masculino” de los dualismos.

Puesto que el derecho “es y piensa como un varón”, no nos debe llamar la atención que naturalice institucionalmente a través de sus reglas y prácticas estereotipos que discriminan a las mujeres. No es correcto suponer, sin más, que los celos o el descubrimiento de una infidelidad pueda provocar “naturalmente” un nivel de arrebato y obcecación que puede llevar a intentar un asesinato. La única forma de comprender esa aproximación es dar por sentada la cosificación de la mujer como un objeto que se posee sexualmente por el hombre. Entendida la mujer como una propiedad sobre la que se ejercen ciertas potestades, tiene lógica considerar que un hombre pueda sentirse en extremo vulnerado cuando se entera que otro ha “ocupado ilegítimamente” aquello que le es propio. Y ello solo es posible en una sociedad en la que, gracias a los estereotipos de género naturalizados e institucionalizados por la práctica jurídica, se asume irreflexivamente como racional lo que es irracional.

Esos estereotipos han tenido clara expresión en el derecho chileno hasta bien avanzado el siglo XX. Originalmente, el Código Penal eximía de responsabilidad penal al marido que daba muerte a su mujer —y al amante de esta— tras sorprenderla infraganti en adulterio; la regla no regía ciertamente para la mujer que daba muerte al marido en circunstancias semejantes. El propio delito de adulterio, recién derogado en 1994, se castigaba solo respecto de la mujer, no así respecto del marido (a quien solo se sancionaba, y con mucho menor pena, en caso de tener “manceba” dentro de la casa conyugal, o fuera de ella “con escándalo”).

El derecho civil, por su parte, privaba a la mujer adúltera de la tuición de sus hijos, sin que algo similar rigiera para el marido. En ese contexto, no es de extrañar que, tras la derogación de la exención de responsabilidad penal del marido por el homicidio de la mujer adúltera, pareciese “natural” a la cultura jurídico-penal chilena que por lo menos se atenuase su responsabilidad penal si ese hecho le causaba arrebato y obcecación. En efecto, la doctrina penal tradicional, aplicada por los jueces del caso de Ovalle, entiende que la noticia de un adulterio es un caso paradigmático de estímulo que naturalmente puede llevar, bajo arrebato y obcecación, a agredir e incluso matar a una mujer.

No se trata de juzgar con parámetros contemporáneos a los tratadistas y jueces formados durante la primera mitad del siglo XX, cuando el derecho expresamente consagraba la subordinación de la mujer a los dictados del marido; pero sí es necesario llamar la atención de los legisladores, tratadistas y jueces del siglo XXI cuando, sin más, crean y aplican normas como si vivieran en el siglo pasado.

La importante transformación experimentada por nuestro derecho y nuestra cultura hace incomprensible que siga considerándose la infidelidad de la pareja como un ejemplo de estímulo que “naturalmente” produce arrebato y obcecación de tal intensidad que pueda llevar a intentar un asesinato. Esa reacción ya no es esperable del “hombre medio” y merece un reproche penal pleno, a menos que sirva como atenuante la circunstancia de que el autor, debido a un grave defecto de personalidad, haya estado “parcialmente privado de razón”, lo que equivale a tratar la reacción violenta como lo contrario de algo “natural”, prácticamente como una patología. La atenuante de arrebato y obcecación, en cambio, solo tiene sentido para casos que deben juzgarse de forma más comprensiva, pues “cualquiera podría reaccionar así”, como el paradigmático ejemplo de quien, acabando de presenciar un acto de extrema crueldad contra una persona vulnerable, cometido por un tercero, por indignada compasión reacciona violentamente en contra de este. En cambio, la violencia femicida del varón ofendido por la infidelidad de la mujer, fuere por orgullo machista o por autocompasión narcisista, ya no puede ser motivo para una consideración más comprensiva del infractor.

* Jaime Couso Salas es profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales y Luis Villavicencio Miranda es profesor de la Escuela de Derecho de la U. de Valparaíso.
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