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¿Inconstitucionalidad de normas constitucionales? Un caso de “constitucionalismo abusivo” (Parte I)
"... Se trata de una situación que atenta contra nuestras más básicas concepciones del ordenamiento jurídico como sistema normativo y que, por tanto, puede parecer absolutamente irrepetible en nuestro país. Sin embargo, los fundamentos (...), si bien errados a nuestro entender, son interesantes de análisis pues sirven de elocuente ejemplo de los peligros que encierran la asunción del neoconstitucionalismo..."
Martes, 19 de mayo de 2015 a las 16:13 | Actualizado 16:13
Francisco Zúñiga
Recientemente, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Honduras, conociendo de un requerimiento de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, dictó una insólita sentencia que ha llamado la atención de juristas de todo el continente y que merece toda nuestra atención. La sentencia comentada nos enfrenta a lo que el jurista norteamericano David Landau denomina “constitucionalismo abusivo”, es decir, el empleo de mecanismos o categorías constitucionales para posibilitar cambios políticos, como puede ser con el uso de la “democracia militante” o con la doctrina de las normas constitucionales inconstitucionales.

El fallo comentado declara la inconstitucionalidad del artículo 239 de la Constitución hondureña, que dispone que:

“Artículo 239.- El ciudadano que haya desempeñado la titularidad del Poder Ejecutivo no podrá ser Presidente o Designado de la República. 

El que quebrante esta disposición o proponga su reforma, así como aquellos que lo apoyen directa o indirectamente, cesarán de inmediato en el desempeño de sus respectivos cargos y quedarán inhabilitados por diez (10) años para el ejercicio de toda función pública”.


Por su parte, el artículo 42 Nº 5 de la misma Carta dispone que la ciudadanía se pierde por “incitar, promover o apoyar el continuismo o la reelección del Presidente de la República”.

La Constitución hondureña es el producto de la Asamblea Nacional Constituyente de 1982 y fue dictada, naturalmente, en consideración a la tradición constitucional del país y, particularmente, a las traumáticas experiencias dictatoriales de su historia. Por ello, el artículo transcrito se fijó como una disposición pétrea, es decir, que no admite reforma por el constituyente derivado: para cambiar su contenido o sacarla del ordenamiento jurídico se requiere el recurso al constituyente originario. En otras palabras, para mudar disposiciones basta la reforma constitucional, pero para cambiar ésta se requiere la entrada en vigencia de toda una nueva Constitución.

En este contexto jurídico se desencadenaron los hechos políticos que han llevado a dos ex presidentes hondureños a buscar ser elegidos nuevamente para la Primera Magistratura, pese a la prohibición constitucional. Dado que promover la reforma de la Carta en este punto no es una posibilidad, un grupo de parlamentarios y el ex presidente Callejas requirieron —por separado— la inaplicabilidad de los preceptos constitucionales (además del artículo 330 del Código Penal, relacionado con el mismo asunto). Habiendo sido acumulados ambos expedientes, el pasado 22 de abril la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema dictó sentencia, acogiendo las acciones y, por tanto, declarando la inconstitucionalidad del artículo 330 del Código Penal y la inaplicabilidad de los artículos 42 Nº 5 y 239 de la Constitución “por restringir, disminuir y tergiversar derechos y garantías fundamentales establecidos en la propia Constitución y en los tratados sobre Derechos Humanos suscritos por Honduras antes de la entrada en vigencia de la Constitución de 1982, inobservando los principios de legalidad, necesidad, igualdad y proporcionalidad que deben de imperar en toda sociedad democrática”.

Como se ve, el fallo es inédito y sorprendente, pues implica que un tribunal con competencia constitucional ha declarado la inconstitucionalidad de preceptos contenidos en la propia Constitución. Se trata de una situación que atenta contra nuestras más básicas concepciones del ordenamiento jurídico como sistema normativo y que, por tanto, puede parecer absolutamente irrepetible en nuestro país. Sin embargo, los fundamentos alegados por la Sala Constitucional, si bien errados a nuestro entender, son interesantes de análisis pues sirven de elocuente ejemplo de los peligros que encierran la asunción del neoconstitucionalismo en el quehacer de las judicaturas.

Veamos: mediante el requerimiento los actores alegaron que las disposiciones constitucionales objetadas restringían ilegítimamente su derecho a proponer el debate sobre su propia reforma, vulnerándose así la libertad de expresión; además, acusaron la vulneración del derecho al debido proceso por la sanción de cese ipso facto de sus funciones de los promotores de la modificación de la Carta. Invocaron, además, la afectación de la libertad de conciencia, del derecho al debido proceso, de elegir y ser electo, de igualdad, de participación política de la comunidad en la elaboración de sus propios destinos y en la elección universal del Presidente de la República. Para los recurrentes, las normas de la Convención Americana de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y aun la Declaración Universal de Derechos Humanos deben aplicarse “por sobre los artículos constitucionales restrictivos de derechos”, en razón de haber entrado en vigencia en Honduras con anterioridad a la actual Constitución. Las disposiciones denunciadas, así, implicarían para los actores “un exceso por parte de los Diputados Constituyentes (…) pues contravendrían directamente principios del Derecho Natural”. Reclaman, además, que el Estado tiene la obligación de adecuar el marco jurídico interno para garantizar “la plena vigencia de los Derechos Humanos contenidos en la Constitución y los Tratados Internacionales (…) es decir, que se imponga el Control no sólo Constitucional, sino Convencional”.

La Sala acogió plenamente el requerimiento declarando la inconstitucionalidad del artículo 330 del Código Penal y la inaplicabilidad de los artículos 42 Nº 5 y 239 de la Constitución. Para concluir ello consideró que la Constitución le encarga a ella misma “el control directo de la constitucionalidad y convencionalidad de las leyes, en su carácter de intérprete último y definitivo”, por lo que estaría “igualmente facultada para resolver sobre acciones contra la constitucionalidad de la norma fundamental, en caso de colisionar ésta con otra de igual rango y contenido esencial, tangible o intangible”. Luego, destaca que los derechos cuya violación se acusa están establecidos “por tratados que entraron en vigencia en Honduras con anterioridad a la Constitución de 1982”.

Además destaca que dada la obligatoriedad de los instrumentos internacionales, éstos “deben ser observados por los jueces como normas de derecho fundamental, que forman parte de nuestro bloque de constitucionalidad”; aunque añade luego —paradójicamente, dada la decisión a la que arriba— que el “Juez ha de interpretar la ley que tenga que aplicar, mas no (…) implementar su reforma”. Cita luego el párrafo segundo del artículo 2 de la Ley Sobre Justicia Constitucional, que en “lo pertinente a la regulación adjetiva del control de convencionalidad” expresa que “estas normas [constitucionales] se interpretarán y aplicarán con los tratados, convenciones y otros instrumentos internacionales sobre Derechos Humanos vigentes en la República de Honduras, tomando en consideración las interpretaciones que de ellos hagan los Tribunales internacionales” (c. 8º).

Y añade que: “La interpretación para que tenga sentido y coherencia, solo puede darse a partir de principios generales de Derecho, de rango constitucional y del sistema constitucional e internacional de fuentes jurídicas. La constitución no se limita al sentido original del constituyente, ni tampoco puede desvincularse de su texto integral o de su objeto y fin, dado que el derecho y los principios jurídicos se articulan necesariamente para evitar antinomias o conflictos de normas”. Luego, invocando el principio pro homine, señala que “lo que ocurre en materia de derechos humanos es que, justamente en virtud del principio pro homine, el Juez Constitucional está obligado a aplicar la norma nacional o internacional más beneficiosa para la persona, sin que ello implique desde el punto de vista jurídico, reconocerle mayor jerarquía normativa a los tratados respecto de la Constitución” (c. 9º).

Luego, pese a negarlo, la sentencia hace abiertamente una reflexión de mérito y oportunidad de las disposiciones constitucionales impugnadas, al señalar que: “La prohibición y penalización contenidas en las normas constitucionales denunciadas aun cuando resultan extrañas al derecho comparado pudieron haber tenido sanos propósitos en su tiempo, pero no en la actualidad después de haber superado diez procesos electorales, que han contribuido a fortalecer el ejercicio de los derechos políticos del sistema democrático, el derecho debe (sic) de responder a las exigencias imperantes del momento adecuándolas a los cambios que se generan en el ámbito jurídico, social, económico y político, sin que por ello se desvirtué (sic) la esencia de la normativa en su contexto” (c. 10º).

Insólitamente, la Sala se da a sí misma la atribución de derogar normas constitucionales: “Para resolver el problema planteado esta Sala debe interpretar la Constitución como un todo, en el marco del bloque de constitucionalidad y convencionalidad, considerando a la persona humana como el fin supremo de la sociedad y del Estado (Artículo 59 de la Constitución) y la jurisprudencia de la Corte IDH, confrontando las normas impugnadas con el texto constitucional en su conjunto, y los tratados internacionales ratificados por la República antes de la entrada en vigencia de la Constitución de 1982, de carácter vinculante, solo así se podrá verificar si existe incoherencia y restricción de derechos fundamentales en el mismo texto constitucional, en cuyo caso las normas constitucionales impugnadas pudieran perder operatividad o ser desaplicadas” (c. 11º).
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