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Fin del ciclo: las grandes estrellas que se apagan en Tokio

Algunos de los triunfadores mantienen su vigencia en el primer plano fugazmente y otros, en cambio, la sostienen durante tanto tiempo que entran en el corazón y la mente del público. Son ídolos y ejemplos. Pienso en Tomás González, en Kristel Köbrich y en Bárbara Riveros.
Foto: Mauricio Palma/COCh
Edgardo Marín27 de julio, 2021
Los que escribimos sobre deportes vemos pasar a muchas figuras durante nuestro ejercicio profesional. Las vemos aparecer, triunfar y pasar al retiro. Algunos deportistas, aunque espléndidamente dotados, no alcanzan a triunfar, pero ganan espacios en los medios y alientan temporalmente la ilusión de los aficionados. Algunos de los triunfadores mantienen su vigencia en el primer plano fugazmente y otros, en cambio, la sostienen durante tanto tiempo que entran en el corazón y la mente del público. Son ídolos y ejemplos.

Sucede en todos los deportes. Por su resonancia, los de mayor persistencia entre nosotros provienen del fútbol. ¡Cuántas figuras de distintas épocas mantenemos en la memoria! Jóvenes recuerdan con precisión a jugadores a los que no alcanzaron a ver, pero heredaron una imagen precisa de sus padres, que sí los vieron y admiraron. Y pueden leer crónicas de cada época o de comentaristas suficientemente viejos que también los vieron. Y todos esos recuerdos van haciendo la tradición, que es donde se funda el progreso.

Más allá de la resonancia y la popularidad del fútbol, parece indudable que la identificación afectiva del aficionado se da con mayor intensidad en los deportes individuales.

Es razonable que así sea. En las especialidades colectivas está primero el equipo, y las figuras, en el profesionalismo, cambian de club. Es cierto que cambian por su calidad, pero también debe considerarse que su éxito está obligadamente unido al trabajo de sus compañeros. En los deportes individuales, en cambio, todo está entregado al sujeto, al individuo. Y le corresponde toda la gloria o el desastre.

Estoy pensando en Tomás González, hoy de 35 años, que a los 19 fue bronce en la Copa Mundial disputada en La Serena (2004). Y desde ahí en adelante, una cadena de éxitos elaborada en la gimnasia desde el salto en caballete y el suelo. Un gimnasta artístico que ha llevado los colores del país por todo el mundo. Figura en campeonatos sudamericanos, panamericanos, mundiales y olímpicos.

Estoy pensando en Kristel Köbrich, que cumple cinco participaciones en Juegos Olímpicos, un récord impresionante. Cercana al retiro, está cerrando una carrera olímpica iniciada en Atenas (2004) y que reúne logros muy parecidos a los de su compatriota gimnasta en torneos por muchas ciudades del mundo. Radicada en Argentina en busca de rivales y facilidades para entrenar, la niña que aprendió a nadar sin clases, ahora se despide, aunque cierra su actuación mañana en los 800 metros.

Estoy pensando en Bárbara Riveros, la pequeña guerrera con un corazón gigante. Dos años menor que Kristel y Tomás, ha cumplido su cuarta participación en Juegos Olímpicos y decidió que es la última. Encara el futuro con su entereza habitual: “El nivel sube cada día más y no me interesa estar en los últimos lugares”. Competirá en pruebas de fondo atlético y ahí decidirá el futuro.

Y pienso, también, en los tontones que criticaban en redes sociales a nuestros muchachos porque no desfilaron con trajes típicos. ¡Habrase visto! Esos no le ganaron a nadie y menos a la vida.
Edgardo Marín

es periodista egresado de la Universidad Católica, donde estudió a la par de su trabajo periodístico. Ha sido reportero y comentarista en diarios, revistas, radios y canales de televisión, además de investigador y autor de libros de historia del fútbol. Premio Nacional de Periodismo de Deportes 1993.

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