Resulta imposible observar a la iracunda Jeannette Jara que compite desde atrás en segunda vuelta contra el favorito José Antonio Kast sin compararla con la amable bailarina de la primera vuelta. Antes iba a los debates y le pedía a Kast que le destapara una botella de agua; ahora no lo deja pronunciar una frase sin interrumpirlo o acusarlo de algo muy serio.
¿Cuál es la verdadera candidata? ¿La versión 2.0, enojada y tensa, o la 1.0, sonriente y calmada? Quién sabe. Surge, sin embargo, la impresión de que ambas ediciones, la original y la revisada, obedecen al postureo, a la impostación creada por el marketing electoral con el fin único de captar votantes. Si esta fuera una explicación válida, entonces Jara se habría convertido en una víctima de su propia ambición, manipulando la imagen que proyecta hasta convertirse en un producto que se ofrece al electorado con el solo propósito de ganar. Suena a utilitarismo puro.
Siguiendo con esa hipótesis, cabrían dos posibilidades: Jara participa conscientemente de este afán o es manipulada por algún ventrílocuo. El resultado, en todo caso, es el mismo: la repentina esquizofrenia electoral de la postulante sugiere una falta de autenticidad que le está pasando la cuenta. Porque, hasta donde se sabe, la táctica ni siquiera le ha servido para remontar o acercarse a Kast. Incluso hay quienes, como Juan Pablo Lavín, de Panel Ciudadano-UDD, que sostienen que la distancia entre ambos podría alargarse.
Existen muchos factores que perjudican a Jara de cara al 14 de diciembre: el débil resultado en primera vuelta, su militancia comunista, su identificación con un gobierno impopular e ineficiente, la tendencia derechista de los tiempos que corren y la escasa sintonía con los temas centrales de la campaña (seguridad, migración, economía).
Este escenario adverso hacía forzoso entrar al laboratorio para diseñar una nueva manera de afrontar una campaña que se presenta cuesta arriba. Lo que salió, sin embargo, no fue solo una nueva táctica, sino una candidata que contradice buena parte de los atributos que definieron la irrupción de Jeannette Jara en la política chilena. En lugar de una propuesta mejorada, apareció una contradicción. Se acabó la simpática Jaraneta y, en lugar de ella, emergieron la beligerancia y la acritud.
Jara se convirtió en la anti-Jara. Un negativo de sí misma.
Es mucho más que una paradoja o, peor aún, una ruta al fracaso electoral. Es un símbolo de uno de los rasgos centrales de la política actual: la carencia de verdad. La reedición en clave electoral del mito platónico de la caverna, según el cual solo alcanzamos a percibir la sombra de la realidad, pues esta nos es ocultada por las apariencias y la ausencia de conocimiento. El discurso ha sido trastocado a tal punto que apenas conocemos versiones maquilladas.
No hay que ensañarse con Jara, porque lo que sucede hoy con ella ha ocurrido antes y seguirá acaeciendo en múltiples campañas concebidas por expertos en la construcción de narrativas. Al abusar del lenguaje, sostiene Josef Pieper, se abusa del poder y se desvincula a las palabras de su referencia real, empobreciendo la comunicación. Es una gran cosa que el electorado chileno no se esté dejando engatusar por el malabarismo de los prestidigitadores retóricos.
La autenticidad tiene, en cambio, pocos cultores efectivos. Muchos candidatos y campañas se declaran en favor de ella, pero, en los hechos, no son demasiados los que la practican. La mercadotecnia electoral se ha persuadido de que, al “elaborar” un candidato, la naturalidad constituye un riesgo que debe ser intervenido, disfrazado y, a menudo, desfigurado. La simulación se convierte en arte y la transparencia y las convicciones, en carga. Definitivamente, la necesidad tiene cara de hereje.