Como un arma de destrucción masiva cuyas ojivas siguen detonando por doquier, las revelaciones derivadas del caso Audio continúan exponiendo la podredumbre del sistema judicial. En una época de demolición del prestigio de las instituciones, el escándalo provoca enorme daño a la malherida reputación del Poder Judicial.
Las encuestas sitúan a los tribunales en el subsuelo de la confianza ciudadana. Si ya resultaban intolerables el anquilosamiento, la ineficiencia y la demora para resolver, ¿qué puede pasar ahora, cuando es visible la corrupción en lo más alto del escalafón judicial?
Hoy parece sencillo y hasta bien visto criticar a magistrados como el expresidente de la Corte Suprema Sergio Muñoz, la exministra Verónica Sabaj o el juez Antonio Ulloa. Es fácil cuando todos ellos han sido acusados, destituidos o caído en desgracia.
Ahora la villana de turno es Ángela Vivanco, vinculada por estos días con una sórdida trama de sobornos de la cual nos enteramos casi por accidente, gracias a la caja de Pandora que destaparon las conexiones del abogado Luis Hermosilla. Pero lo cierto es que, al igual que otros altos personeros judiciales cuestionados, Vivanco tiene una larga trayectoria que fue promovida por instituciones y personas de renombre. Hoy muchos de los que hasta hace poco la amparaban con halagos, cargos y nombramientos en la cúspide de la élite jurídica nacional miran para el lado o se declaran sorprendidos, pese a que, como sostuvo el conservador de bienes raíces de Puente Alto en una conversación telefónica con el notario de San Miguel exhibida como evidencia por la Fiscalía, “todos sabíamos” que Vivanco y su pareja “eran coimeros”.
Corresponde plantearse las preguntas que todos hacen en silencio y cuya respuesta nadie entrega porque todos saben: cuando connotados políticos y empresarios en apuros corrían a contratar los servicios de Hermosilla u otros penalistas, ¿lo hacían porque confiaban en sus buenas artes jurídicas o porque entendían que esos abogados eran capaces de torcer la ley y conseguir sentencias favorables con jueces venales? Mejor no hablar de ciertas cosas.
Lo anterior deja de manifiesto un cinismo tan evidente como chocante: nos gusta creer que la corrosión expuesta por estos escándalos de alto nivel obedece solo a la actuación reñida con la ley y la ética de unos cuantos descarados de cuello y corbata. Pero eso no es más que un autoengaño: no existirían estos personajes si no hubiera otros, supuestamente intachables, listos para recurrir a ellos cada vez que se ven apremiados por alguna denuncia enojosa.
Lo que han hecho el caso Audio y sus aristas es desnudar no solo a unos inescrupulosos capaces de hacer lo que sea por plata e influencia, sino un modo de hacer las cosas. Resulta difícil que exista un escándalo de corrupción tan grande y ramificado sin que la mugre no haya contaminado a muchos, quizás al sistema entero. Por supuesto, esto no quiere decir que todos quienes integran y acceden al aparato judicial están corrompidos, sino más bien que la enfermedad ha metastatizado dentro de él y amenaza con seguir difundiéndose si no se adoptan pronto correctivos severos.
La primera reacción frente a estos escándalos es la indignación. De ahí, sin embargo, es necesario pasar a la acción, porque el daño es amplio y grave. No basta con sacar del sistema a los corruptos. Si no se corrigen las actitudes e incentivos que los llevaron a actuar, surgirán otros que harán lo mismo. Es necesario, por ejemplo, revisar cómo se designa a los jueces, el peso del cuoteo político en el proceso y aplicar controles más eficientes y cotidianos. Pero eso no basta: el verdadero cambio ha de ser cultural y gremial, la mejor manera de aislar profesional y culturalmente a aquellos conocidos abogados que operan lejos de los Códigos y, en cambio, se especializan en el oscuro “manejo judicial”.