Desde que se anunció que el físico nuclear y activista ruso Andrei Sakharov había sido laureado con el Premio Nobel de la Paz por sus campañas en defensa de los derechos humanos de su país, la prensa soviética comenzó a atacarlo sin piedad. Lo acusaron de “antipatriota” y “profascista” y calificaron la decisión del Comité Nobel como un “acto de guerra fría”. Y no fue lo único. Porque un mes después de la noticia de la obtención del galardón, las autoridades le negaron el permiso para concurrir a Oslo a recibir su premio. Argumentaron que el científico no podía abandonar territorio soviético, pues estaba en posesión de secretos militares y de Estado.

Ante la prohibición, “Sakharov dijo a la prensa extranjera que era un reto a la opinión pública mundial”, consignaba “El Mercurio” el 13 de noviembre de 1975.

El científico —quien fue uno de los padres de la bomba de hidrógeno de la URSS— sostuvo que la postura del Kremlin atentaba a la causa de la distensión internacional.

Las reacciones de Occidente no tardaron en llegar. No solo el Comité del Premio Nobel del Parlamento noruego expresó su disgusto. De inmediato, 31 galardonados norteamericanos y un canadiense lanzaron un llamamiento a Moscú.

Con todo, el 10 de diciembre de ese año, fue Yelena Sakharova quien recibió el Nobel y leyó el discurso de su marido en Oslo. En él, se refirió al desarme genuino, ya que pese a sus contribuciones a las pruebas atómicas, Sakharov luego se desilusionó con la carrera armamentista e inició una campaña a favor de la paz.

Declaró que “conceder el galardón a una persona que defiende los derechos políticos y civiles de actos ilegales y arbitrarios equivale a afirmar los principios que juegan un papel tan importante en la determinación del futuro de la humanidad”.

Ninguno de los representantes del bloque soviético, por cierto, asistió a la ceremonia. Era segundo año consecutivo que desairaba a la fundación, pues en 1974 rechazaron la invitación debido a la presencia del escritor soviético desterrado Alexander Solzhenitsyn.