Esta semana el Gobierno otorgó urgencia legislativa al proyecto de ley de eutanasia. Así da cumplimiento a reiterados anuncios presidenciales y se hace cargo de un debate que lleva más de una década en el Congreso. Se trata, como ha señalado el diputado Vlado Mirosevic —promotor de esta iniciativa— de otorgar “esta última libertad” a los ciudadanos.
Aunque la idea de la eutanasia es antigua, la nítida transformación demográfica de Chile pone en primera línea un debate como este. Una población crecientemente envejecida, con situaciones de deterioro físico y cognitivo extremo en los últimos días, con gran dolor personal y sin ninguna esperanza de mejoría, obliga a pensar en una política pública que incluya, dentro de muchas otras medidas, la posibilidad de que una persona, en circunstancias sin salida, pueda legalmente decidir su propia muerte.
La idea es establecer el derecho a morir, en casos claramente definidos y por cierto excepcionales.
Todos sabemos de enfermedades inhabilitantes en extremo y los avances tecnológicos que han permitido extender en buenas condiciones nuestras vidas, también muchas veces operan prolongando artificialmente una existencia dolorosa, angustiante y sin propósito.
El cardenal arzobispo Fernando Chomali es, como sabemos, contrario a la eutanasia. En su extenso y documentado texto “Morir con dignidad” (2018) señala que “una sociedad que no es capaz de hacerse cargo de los enfermos es una sociedad que ha perdido el norte”. En ese mismo escrito, el cardenal nos dice que la promoción de la eutanasia corresponde a la exacerbación del individualismo.
Discrepo. No es la promoción de una libertad personal extrema ni menos un “descarte” de personas inservibles, propio del capitalismo de alta productividad, lo que está detrás de una ley que permita a un individuo decidir su muerte cuando se cumplen ciertas condiciones apremiantes.
Por el contrario: lo que se establece es que toda persona tiene libre albedrío y que el Estado debe otorgar las condiciones para su ejercicio. Una ley de eutanasia es una política pública destinada a expandir la autonomía de las personas en la conducción de su destino.
Obviamente, abrir esta posibilidad legal no contradice en absoluto la vocación que debe tener el Estado de proteger, cuidar y sanar a los enfermos. Una sociedad que se mira a sí misma con honestidad, en toda su compleja diversidad, puede combinar ambos fines: libertad y comunidad.
El debate que se reactivará en estas semanas debiese hacerse cargo de ello.
Las indicaciones ingresadas al proyecto fortalecen los controles para que el ejercicio de la voluntad personal no sea violentado por intereses espurios, establece comités de supervisión y exigencias estrictas para la práctica médica relacionada con este propósito.
La eutanasia goza de amplio apoyo en la opinión pública. En diversos estudios (Cadem, CEP, encuesta bicentenario UC, encuesta Colegio Médico), se manifiesta sostenidamente,desde hace algunos años, un apoyo mayoritario y creciente.
Como tantos otros, este es uno de los debates en donde el amplio juicio público derivado de las transformaciones de la sociedad no ha sido acogido a tiempo por quienes tienen la responsabilidad de legislar. Tenemos casos anteriores: las leyes de divorcio, de Acuerdo de Unión Civil y de aborto en tres causales.
Ningún credo puede imponer sus convicciones al resto. Ni tampoco es deseable dilatar debates tan relevantes bajo la premisa falsa de que hay temas más urgentes. Esa es una respuesta elusiva que solo demora una decisión que tarde o temprano nuestra sociedad debe enfrentar.