Alrededor del mundo, la ciudadanía está descontenta con los políticos, en gran parte porque se corrompen e incumplen sus promesas. Candidatos y partidos emergentes han visto en este descontento la oportunidad de ganar elecciones con un estilo antiestablishment. Pero, aunque este estilo puede ser útil en campaña, es insostenible en el poder. Ostentar un cargo tiene un conflicto inherente con el discurso contra la élite política y, tarde o temprano, todo gobierno enfrentará algún caso de corrupción que desmentirá su pureza.
¿Habrá algo de esto tras los resultados del último ciclo electoral? Por décadas, la identificación con los partidos políticos cayó persistentemente, desde casi 80% en 1990 a un (insostenible) piso de 14% en 2019. Tras esa mezcla de violencia, conciencia de nuestras fragilidades y confusión que fue el estallido, el electorado apostó por los novedosos antiestablishment. Sin embargo, el gobierno elegido en 2021 se mostró rápidamente incapaz de aterrizar las políticas públicas que había prometido (con más rabia que reflexión) y se vio, como todos, involucrado en líos de platas. Qué decir de la primera Convención Constitucional. Los republicanos, en tanto, tras ganar el Consejo Constitucional, prefirieron la radicalidad y no lograron nada. Entonces, tal vez como una resignación con la oferta disponible, la identificación con los partidos se recuperó un poco y lleva ya más de un año estable en torno al 35% (CEP).
En esta elección, por primera vez en décadas, no creció el número de alcaldes independientes sin pacto elegidos, pese a un récord de estos candidatos. Les fue bien a las coaliciones tradicionales y perdió la estridencia de lado y lado. Mal que mal, la población siempre ha sido moderada. La CEP muestra consistentemente que la identificación con el centro iguala a la suma de la izquierda y la derecha, mientras que los que no se identifican en este eje, que hoy son cerca de un cuarto, suelen mostrar también opiniones moderadas.
Los votos nulos y blancos tampoco han seguido un patrón de protesta. Estos aumentan cuando hay más candidatos y menos información, sugiriendo más desinterés o desconocimiento que un rechazo a la oferta disponible.
En conjunto, estos signos sugieren que, pese al caos en el que nos encontramos, la crisis de desafección con los partidos políticos ya tocó fondo, y estaría pasando la ola de la antipolítica. Por cierto, el regreso a las coaliciones tradicionales no refleja una adhesión profunda. El votante sin partido no guarda lealtades y no dudará en cruzar fronteras si no le cumplen. Suena a estable, dentro de su gravedad.
Pero quizás gracias a esta suerte de resurgimiento de las coaliciones tradicionales tenemos hoy una propuesta transversal de reforma al sistema político. Ella apunta a reducir la fragmentación y el discolaje, que son dos de los mayores males de nuestro Congreso y que, al dificultar los acuerdos, desprestigian la política. Las reformas propartidos son impopulares y vendrán los embates de los partidos chicos y de los llaneros solitarios. Pero una mirada de mediano plazo debiera convencernos de que esta podría ser una opción concreta y factible para empezar a salir del pantano.