El que está sano teme enfermarse y el que está enfermo teme no recuperarse. Esto es así, en principio, porque la enfermedad es una de las grandes causantes de los miedos humanos, pues en cualquier padecimiento corporal (e incluso anímico) late un trasfondo de posible muerte, de anticipo de la propia finitud y de la fugacidad que acompaña a toda vida.

Nadie quiere estar enfermo porque la sola idea de perder la salud y la autonomía asusta a cualquiera. De ahí que las afecciones aparezcan como una amenaza o como la sombra de algo todavía más serio. Esta incertidumbre, como en las de todo ámbito, da cuenta de la tensión existencial que atraviesa la vida de cada hombre y que es un abanico de encrucijadas y posibilidades tanto deseadas como rechazadas de antemano (la enfermedad cae bajo esta última clasificación).

El miedo a la enfermedad hace de la misma enfermedad un miedo tácito. De ahí que, además de otros importantes reveses de la biografía de cada uno, la enfermedad sea vista como uno de los más significativos. Es también un vía crucis en la historia de cada persona. En consecuencia, la necesidad de estar junto al doliente que padece en su cuerpo resalta como un ejercicio de misericordia ante algunas de las interrogantes que más remecen e inquietan al ser humano.

Rodericus