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Editorial
Miércoles 02 de octubre de 2024
Central Paposo, lo que pierde el país
Hasta proyectos que contribuirían positivamente al medio ambiente pueden ser rechazados por mal argumentadas razones.
Como se sabe, la empresa Colbún decidió retirar el proyecto para construir la central de bombeo Paposo, luego de que el Servicio de Evaluación Ambiental de Antofagasta mantuviera la decisión de terminar anticipadamente su evaluación, aduciendo falta de información relevante. La determinación del servicio causó revuelo y expresiones de rechazo incluso dentro del Gobierno; de hecho, llevó a la renuncia no voluntaria del director regional. Y es que, sumado a otros casos, este episodio confirma la urgencia de reformar la institucionalidad ambiental, cuyo mal funcionamiento es una de las causas de la caída del crecimiento y la inversión. El análisis del proyecto abortado resulta en este sentido revelador.
La iniciativa era una contribución a descarbonizar nuestra matriz energética, al aportar al almacenamiento de energía fotovoltaica en el norte del país. La central proyectada operaría elevando agua desde un estanque a nivel del mar, usando para ello electricidad en aquellas horas en que su valor es bajo o nulo. El estanque de destino de esa agua se instalaría en una depresión natural de cerca de 16 ha, ubicada a 1.500 metros de altura. Durante la noche, o cuando se requiriera, se dejaría caer el agua hasta una turbina generadora de electricidad, para luego almacenarla en el estanque inferior, de modo de poder reutilizarla. El sistema podría producir hasta 800MW por 7 horas, una duración mayor que las cuatro o cinco horas que ofrece el almacenamiento mediante baterías. Además, la turbina y el generador asociado tendrían inercia, lo que proveería un servicio de estabilidad para el sistema.
El proyecto, al mismo tiempo, contribuiría a resolver la escasez de agua dulce en el norte, mediante una planta de desalación (el agua de mar es muy dañina para los equipos). Antes de comenzar a operar la central de bombeo, la planta acumularía agua a una tasa de 90 litros por segundo, pero luego no sería necesario hacerlo a esa escala, pues solo se emplearía reponer el recurso que se perdiera por evaporación. Así, la planta aseguraría además agua a los habitantes de El Paposo. Como se ve, se trataba de un proyecto de bajo impacto ambiental y que en cambio contribuiría a la disminución de emisiones de carbono, pues reduciría la necesidad de quemar combustibles para generar electricidad durante la noche. Su costo era alto: unos US$ 1.400 millones, pero también su valor para la sociedad.
Fue por eso que su rechazo impactó a la opinión pública: hasta los mejores proyectos, con buenos estudios ambientales y acciones preparatorias con las comunidades, pueden ser rechazados por mal argumentadas razones. En este caso, se adujo como factor determinante el que no hubieran sido consultadas dos comunidades que no existían al momento de realizarse los procesos de participación ciudadana anticipada; dichas comunidades fueron formadas a posteriori por miembros de las comunidades originalmente consultadas. El criterio asumido en este caso por ese servicio lleva irremediablemente al absurdo: si siempre es posible crear nuevas comunidades y estas deben ser escuchadas, ¿cuándo podría finalizar este ciclo y pasarse de una vez a la evaluación ambiental? Es inaceptable que grupos formados con posterioridad a una consulta ciudadana puedan sabotear proyectos, y peor aún es que el SEA de Antofagasta lo haya avalado.
A la luz de casos como este, que rondan lo insólito, es que resulta evidente la necesidad de modificar nuestra institucionalidad ambiental, de manera de establecer un marco claro que impida abusos o interpretaciones arbitrarias por parte de los funcionarios responsables. La incerteza que hoy se observa en este ámbito es una de las mayores trabas a la inversión: los proyectos se vuelven demasiado riesgosos cuando la institucionalidad opera generando incentivos perversos.