En su columna de hace unos días, José Joaquín Brunner y Mario Alarcón establecen que uno de los pilares que ha permitido el desarrollo de la educación superior en Chile es “un sistema mixto de provisión y financiamiento”. Quisiera profundizar el segundo punto.
Toda reforma debe realizarse tratando de anticipar los efectos que esta tendrá sobre el sistema al que se aplica. Porque lo que parece funcionar perfectamente bien en el papel o en la planilla de cálculo, muchas veces trae consecuencias desastrosas. La historia reciente de Chile tiene más de un ejemplo traumático, como el Transantiago y la reforma al sistema escolar.
En la educación superior, hace algunos años hubo un fuerte debate acerca de la gratuidad, la que iba a traer múltiples beneficios —y ningún problema— a las instituciones que la adoptaran. La práctica ha demostrado que varias universidades que creyeron en esa promesa han debido enfrentar serios problemas financieros.
Los logros y la estabilidad de la educación superior chilena no se entienden sin el apoyo financiero del Estado en conjunto con la contribución económica de los estudiantes y sus familias. Esto se explica por dos razones prácticas: primero, una formación de calidad requiere más recursos que los que el Estado puede entregar y, segundo, los estudios superiores siguen siendo una inversión muy rentable para las personas, lo que no quita que, por razones de equidad, se requieran apoyos al momento de estudiar.
Pero hay un elemento adicional que es clave. La autonomía es una condición esencial para todo proyecto universitario. Si el financiamiento de las universidades depende exclusivamente del Estado, la autonomía en la práctica desaparece, pues el proyecto, sus características y su desarrollo dependerán de las preferencias y prioridades políticas de quienes conducen el aparato público. Y eso es, por definición, contrario al quehacer universitario. La atención a este punto es central para cualquier modificación al financiamiento de la educación superior. Debemos cuidar la diversidad de nuestro sistema, que depende de la solvencia de cada institución.
Otra cosa totalmente diferente es que el Estado debe prestarles —y no regalarles— recursos a los estudiantes para financiar sus carreras. Lo más sensato y justo es que lo haga directamente, a una tasa baja y que, una vez que los egresados estén en condiciones de hacerlo, paguen lo que cada uno recibió, lo que coincide con la recomendación de la OCDE. Por ningún motivo a través de un impuesto al trabajo, porque los profesionales en Chile ya tienen en exceso.
Igual de esencial es que las familias que pueden asumir el pago desde ya, lo hagan. El aporte que hoy estas realizan es indispensable para que Chile tenga universidades de primer nivel, capaces de competir internacionalmente.
Los aportes de las familias permiten financiar una actividad de una complejidad difícil de visualizar para quienes no conocen en profundidad su quehacer. La mejora continua en la calidad de la educación requiere nuevas inversiones y tecnologías. Los estándares de acreditación y las nuevas leyes y regulaciones obligan a aumentar las planillas cada vez más. La innovación consiste, precisamente, en buscar nuevas maneras de hacer las cosas, equivocándose una y otra vez, lo que constituye un proceso muy caro y sobrepasa las posibilidades del fisco, que tiene otras prioridades. Por eso el pago que asumen directamente las familias es fundamental.
La sola idea de suponer que la autoridad de turno va a poder estimar cuánto cuesta formar un profesional de una determinada disciplina es aberrante y muestra un profundo desconocimiento de lo diferente que puede ser una institución universitaria de otra. Y esa es la razón por la que la fijación estatal de aranceles en educación superior seguirá fracasando. De hecho, las mejores universidades del país se salvaron de los estragos de la gratuidad, precisamente porque pueden cobrar a sus estudiantes de mayores ingresos.
El futuro de nuestro sistema dependerá, lamentablemente, de la reforma que se anunciará en pocos días más. En el debate y proceso legislativo que vendrá después, es indispensable priorizar las consecuencias sobre las instituciones a las que hoy se responsabiliza de formar a nuestros futuros profesionales.
La educación superior chilena requiere reglas sólidas, bien diseñadas, que ayuden a los jóvenes a tener una educación de calidad y que no pongan en riesgo la autonomía y viabilidad financiera de las instituciones.
Federico Valdés
Rector UDD