Dedicar un rato al ajedrez, sobre todo en momentos de tensión y urgencia, es un pasatiempo inigualable para reflexionar, apaciguar el frenesí, sopesar la próxima movida (no únicamente en el juego, sino en la vida) y, a la vez, distraerse durante un rato de modo inteligente, en la que el pensar acompaña el tránsito de las piezas sobre el tablero.

Quien juega ajedrez sabe que allí no reina el azar, sino solo la estrategia y la táctica. En ese sentido, el ajedrez no es igual a la vida, en la que los proyectos personales muchas veces se trastocan a la luz de una coyuntura imprevista. Por lo mismo, frente a un tablero de ajedrez todo parece detenerse transitoriamente y, también conviene decirlo, es un respiradero al menos fugaz ante los apuros existenciales de todo tipo.

Asimismo, el tablero es como un fiel reflejo del escenario de la vida, del teatro de las biografías de cada uno, pues en el ajedrez, como en las historias personales, con frecuencia hay tablas. Esto supone un empate entre los jugadores, ya que el triunfo y la derrota, los fracasos y los éxitos, se acumulan a lo largo del tiempo casi por igual en las disímiles vivencias de cualquier individuo. El deleite del ajedrez es un gran antídoto contra esas orfandades anímicas que de cuando en cuando surgen al calor de requerimientos vertiginosos.