A ocho años de la reforma legal que instauró la gratuidad universal en la educación superior, vale la pena hacer un balance. El mensaje presidencial del proyecto de ley sostuvo que la masificación “había sido incapaz de reducir suficientemente la brecha de oportunidades entre grupos sociales, producto de la inequidad en los instrumentos de acceso”.
La debilidad de dicha argumentación era evidente. La cobertura había crecido en un 50% entre 2005 y 2015, especialmente en los deciles de menores recursos: entre jóvenes vulnerables entre 18 y 24 años, se había triplicado su participación en la educación superior.
La base, un esquema de ayudas estudiantiles impulsado por gobiernos de la Concertación con becas, asociado al mérito, y créditos subsidiados según el perfil socioeconómico. La Nueva Mayoría estigmatizó la beca como un “resabio neoliberal y elitista”, y algo similar ocurrió con el CAE.
Así las cosas, ¿por qué gratuidad universal? ¿Por qué una práctica que hacía poco sentido, como así lo entendió la precandidata Bachelet el año 2013 cuando, con candorosa reacción, confesó que no era justo que el Estado pagara la educación universitaria de su hija, si ella podía hacerlo?
Una hipótesis plausible atribuye una cuota de responsabilidad a los movimientos sociales radicalizados y su exigencia de gratuidad “aquí y ahora” para mantener la “paz social en las calles”, tras los violentos enfrentamientos con estudiantes en 2011. Eso explicaría que el progresismo democrático ex-Concertación se apartara años más tarde de sus principios al momento de legislar, sin importar si esta política pública era necesaria, justa y eficiente.
La gratuidad no cambió mayormente la cobertura. La masificación había llegado antes. Hay abundante bibliografía de estudios académicos que demuestran que, previo a la gratuidad, las becas y el crédito fueron las claves para bajar las barreras de acceso en la educación técnico-profesional y universitaria y que, tras la llegada de la gratuidad, otros estudios dejaron de manifiesto que su impacto en el acceso ha sido poco relevante.
El otro aspecto sensible es el financiamiento de las universidades adscritas a la gratuidad, y los resultados no son alentadores. Sus tres dimensiones son: transferencias de acuerdo con un arancel regulado para financiar la gratuidad a los más de 300 mil estudiantes universitarios beneficiados y que pertenecen a los seis primeros deciles de ingreso monetario; topes máximos de aranceles a cobrar para los deciles 7, 8 y 9; y cuando el estudiante demora más que la duración oficial de la carrera, pierde la gratuidad y comienza a pagar, pero la universidad recibe solo el 50% del arancel regulado.
“Acción Educar” estima que la gratuidad ha causado una merma de ingresos para las universidades del orden de los US$ 700 millones. Asimismo, desde el inicio de la gratuidad el ingreso total por alumno en dichas universidades ha caído en promedio en un 15%. Aunque al inicio de la gratuidad hubo compensaciones a las universidades tradicionales mediante mayores aportes basales, en los últimos años dichas transferencias, en términos reales, han declinado.
La gratuidad introdujo una modificación bastante profunda en el esquema de financiamiento a la educación superior, creando un amplio subsistema muy regulado sobre transferencias públicas y pagos de los estudiantes. Al final, las instituciones dependerán crecientemente, y en muchos casos de manera exclusiva y con riesgo para su autonomía, del financiamiento estatal.
Es una realidad, como muchos declaran con entusiasmo, que la gratuidad “llegó para quedarse”. Lo que no se dice es que, por ahora, si bien cubre hasta el decil seis, para muchas universidades acreditadas con una alta concentración de estudiantes vulnerables en gratuidad y sin aportes institucionales, la regulación de aranceles —en un marco de estrechez fiscal— será una pesada mochila financiera que frenará su desarrollo. Y, por cierto, un incentivo socialmente poco deseable es que la oferta académica se ajuste, ampliando las vacantes solo en carreras selectivas cuyo perfil socioeconómico se aleja de estudiantes vulnerables con gratuidad.
Por último, no olvidar que si el Estado crece con nuevas reformas tributarias y la gratuidad es universal, según lo establece la Ley 21.069, se vulnerará un principio elemental de justicia: terminarán pagando los pobres el beneficio de estudiar gratis que captarán los ricos.
Carlos Williamson