Inexplicablemente, la mayoría de derecha del Senado sigue postergando la votación en general del proyecto de ley que tiene el propósito de mejorar las pensiones. Los actuales y futuros jubilados están siendo rehenes de un sector político que tiene las prioridades muy confundidas.
Prefiere infringirle una derrota al Gobierno antes que enfrentar un problema cuya solución es una de las demandas más sentidas por los chilenos y chilenas, y que ha sido largamente postergada.
El proyecto ya fue aprobado en la Cámara de Diputados. El diagnóstico es claro y compartido: hoy son malas las pensiones. Las cotizaciones, bajas, discontinuas y con sesgo perjudicial para las mujeres. Algunos datos: el 87% de las mujeres que se pensionaron por vejez en los últimos 12 meses obtuvieron una pensión, financiada con sus ahorros, por debajo de la línea de pobreza. Esta cifra, también dramática, es del 66% en el caso de los hombres.
En los gobiernos de Piñera y Bachelet se estuvo cerca de un acuerdo. Entre tanto, los retiros masivos de fondos desde las cuentas individuales agudizaron el problema, aumentando la vulnerabilidad para financiar su pensión de una gran masa de trabajadores.
Ahora, para facilitar la aprobación de esta reforma, el Gobierno hizo importantes cambios a su formulación original. El proyecto ya no promueve la derogación del decreto 3.500 que dio origen al sistema de AFP, acogiendo una solicitud de la oposición. Se redujo la participación estatal solo a la gestión de los recursos del seguro social y, en todo lo que se refiere a las tareas de recaudación, administración, gestión de inversión y de beneficios, se mantiene la presencia de agentes privados y la vigencia de la libertad de elección.
El proyecto establece una nueva cotización del 6% de implementación gradual a costo del empleador. Una discrepancia relevante consiste en establecer el destino de esa nueva cotización. Cuánto de ella va a la cuenta individual del trabajador y cuánto a solidaridad. La propuesta del Gobierno es establecer con ello un seguro social. Esto no es original, pues así funciona la mayoría de los sistemas de pensiones del planeta. La idea de un seguro social no corresponde a una cuestión ideológica, sino a redistribuir riesgos entre distintas trayectorias laborales y acumulación de ahorros individuales. El modelo y su propósito es simple: atenuar, no eliminar, los diferenciales de pensiones entre trabajadores y, en este proyecto en particular, atenuar el sesgo hacia las mujeres. La idea es aumentar las actuales pensiones, la masa de ahorro hacia el futuro y reducir el rango de incertidumbre de ingresos para quienes se jubilarán en el futuro.
Un argumento entregado por los defensores del statu quo es que cualquier cambio que mejore pensiones debe financiarse con impuestos generales. El problema es que ellos mismos bloquean cualquier esfuerzo que allegue más ingresos al Estado.
También la reforma propone cambios que promueven la competencia en la industria. Al respecto, hay propuestas como la licitación de carteras de afiliados, que son avaladas por economistas prestigiosos de todo el espectro, tales como Salvador Valdés, Andrea Repetto o Eduardo Engel. La industria debería respaldarlas —no lo hace— y contribuir a cerrar este debate.
Que la derecha se niegue a aprobar este proyecto para no darle al Gobierno un triunfo, justo en el inicio de un ciclo de elecciones, es inaceptable. Pero no es imposible en la extraviada política actual. Es un enfoque equivocado, pues un acuerdo en pensiones, en particular en el Senado, donde la derecha tiene mayoría, solo se entendería como un avance compartido por el bien del país y celebrado por todos. Lo otro es una irresponsabilidad extrema.