El tiempo es móvil en su tránsito, aunque inmóvil en su fuga irreversible. El momento ido ya no retorna y, por ende, solo quedarán de él sus secuelas y su recuerdo mientras la memoria sea capaz de conservarlo. De ahí que el tiempo, en su provisoria condición, es portador de nostalgia y de trazos vitales cuya escritura marca una dirección de la que no hay modo de salir. Quien entra en el tiempo asume una historia fijada por la brevedad y, por tanto, siempre próxima en sus instantes a su inmediata desaparición. Tan rápido que se mueve el tiempo, tan pronto que deja las cosas atrás y tan raudo que atrae el mañana para rápidamente volcarlo hacia el ayer.

De ahí que el ser humano se “asuste” un poco ante el tiempo. No porque tema su presencia, sino más bien porque recela de las ausencias que su transcurrir genera. Si bien el paso del tiempo permite muchas veces sanar heridas, también es cierto que su marcha “causa” rezagados en el camino, algunos de los cuales simplemente peregrinan hacia el cese definitivo de sí mismos, es decir, hacia la muerte.

Pese a todo, sin esta caducidad inamovible no sería posible anhelar desde la esperanza, por ejemplo cristiana, aquella eternidad cuyo corazón es el Amor que colma y perdura de forma incesante.