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Editorial
Lunes 02 de enero de 2023
Derecho a la defensa jurídica
Cuando mejor sirve el abogado a su cliente, mejor sirve a la justicia.
El proceso para el nombramiento del nuevo fiscal nacional ha contribuido a develar una grave amenaza para el derecho a la defensa jurídica, tan antigua como la profesión misma, que consiste en juzgar la idoneidad moral de un abogado por las causas en las que interviene o ha intervenido. Detrás se encuentra la pueril idea de que el abogado se identifica personalmente con las causas que lleva, que simpatiza con sus clientes o representados o incluso que respalda o justifica lo que estos puedan haber hecho. Esta forma de ver y juzgar la labor profesional del abogado es completamente ajena a su esencia y, por lo mismo, injusta.
A diferencia de lo que ocurre con otras actividades profesionales, en el caso del abogado su función tiene un carácter principalmente institucional. Es el buen funcionamiento de la administración de justicia el que requiere que el juez cuente con la mejor versión posible de los argumentos de cada parte. Solo con esta mediación, a través de este trabajo mancomunado y, sin embargo, no cooperativo, es que el juez estará en condiciones de formarse una idea cabal del conflicto y de su alcance, para pronunciar la mejor sentencia posible dentro de las limitaciones humanas. Por eso, como muy acertadamente se recoge en el lema de la Defensoría Penal Pública, “sin defensa no hay justicia”. Cuanto mejor sirve el abogado a su cliente, sea este culpable o inocente, mejor sirve a la justicia.
Así, resulta absurdo y peligroso cuestionar la idoneidad de un candidato a un cargo público porque, en su rol de abogado, ha defendido a tales o cuales imputados por tales o cuales delitos. Absurdo, porque el sistema descansa precisamente en que existan abogados que asuman de un modo competente las defensas de los imputados. Y peligroso, porque nadie en su sano juicio querría que su abogado, en lugar de poner en primer lugar el interés del cliente, esté pendiente de si la causa “se ve bien”, de si es agradable a la opinión pública o complace a los líderes de opinión de turno. Para que el derecho a defensa sea una realidad, los abogados no pueden tener el temor de que, si se involucran en la defensa de determinadas personas o asuntos, se están incapacitando para asumir ciertas funciones o desempeñarse en determinados ámbitos. Lo mismo ocurre con el deber y derecho de los abogados —también si son candidatos a un cargo público— a que la identidad de sus clientes o mandantes se mantenga en reserva, salvo que estos mismos consientan en que sus nombres se den a conocer; sin secreto profesional, tampoco hay un derecho efectivo a la defensa jurídica.
Un asunto muy distinto son los conflictos de interés, por un lado, y el ejercicio ética y legalmente intachable de la profesión, por otro. Por cierto que quien se postula a un cargo como el de fiscal nacional debe revelar de inmediato todo conflicto de interés para desempeñarlo, como sería una relación de estrecha amistad o de parentesco con personas cuyos intereses pueden verse afectados por la actuación de la Fiscalía. En el mismo sentido, el abogado que defiende a los autores de cierta clase de delitos debe tomar medidas concretas para evitar involucrarse en ellos o en el aprovechamiento de sus beneficios. Estos aspectos, y solo estos, sí son relevantes al evaluar el nombramiento de un abogado en cualquier cargo público.