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Editorial
Jueves 29 de diciembre de 2022
Repudiable hostigamiento político
La ciudadanía exige de sus líderes —tanto cuando ostentan cargos de gobierno como cuando son oposición— un compromiso de firme rechazo a estas acciones.
Unos 70 ciclistas llegaron la noche del lunes hasta la casa del fundador y presidente del movimiento político Amarillos, Cristián Warnken. Aunque este no se encontraba allí, igualmente profirieron insultos contra el escritor, efectuaron rayados alusivos a la configuración del futuro Consejo Constitucional e increparon a los vecinos. Se trató de un intento de amedrentamiento, similar a aquellas acciones violentas que proliferaran con posterioridad a los hechos de octubre de 2019, cuando las amenazas y los hostigamientos se volvieron una práctica extendida, usada en contra de autoridades y de muchos de quienes se pronunciaban por la defensa del orden institucional. Estos actos de cancelación y de pretendido silenciamiento enturbiaron entonces gravemente la convivencia democrática y agudizaron una polarización cuyas consecuencias el país sigue sufriendo.
Ahora, pese al cambio de escenario que representó el plebiscito de septiembre, que hizo elocuente el repudio ciudadano a toda forma de refundación, y cuando se ha vuelto a fortalecer el rechazo al uso de la violencia como arma política, la “funa”, sin embargo, otra vez es el medio utilizado por grupos “radicalizados que están frustrados por el acuerdo constitucional y probablemente van a querer boicotear el proceso”, según señaló el propio Warnken. Es alentador que esta vez los hechos hayan motivado una condena generalizada. No es lejano el recuerdo de cómo estos actos de hostigamiento político llegaron a ser una práctica común hace solo tres años, la que tenía entre sus objetivos habituales los domicilios del entonces Presidente de la República y de varios de sus ministros. No hubo entonces un rechazo decidido de todo el espectro político y hasta algunos de quienes hoy son secretarios de Estado parecían normalizar aquellas acciones en sus redes sociales. Por cierto, la agresividad de esas manifestaciones no solo afectaba a figuras públicas, sino a muchos de quienes pudieran cruzarse a su paso; de hecho, un tramo de la actividad conocida como “ciclorecreovías” debió en su momento suspenderse luego de sufrir la violencia de esos grupos.
Afortunadamente, esta vez los hechos intimidatorios han sido transversalmente criticados, siendo calificados como actos “despreciables” por la ministra del Interior, condena corroborada por la ministra secretaria general de Gobierno, quien declaró que “las diferencias políticas no se resuelven con hechos de violencia, por más que uno pueda legítimamente como ciudadano tener una discrepancia”.
En efecto, con una una clara agenda que se expresa en sus rayados y acciones, estos grupos demuestran una intransigencia inaceptable en un contexto democrático, en el que las principales fuerzas políticas han acordado transitar hacia un nuevo proceso constitucional dentro de parámetros propios de una democracia representativa. Es revelador que sus actos se den en paralelo con los de otro sector recalcitrante pero de signo opuesto, el llamado “team patriota”, que ha pretendido matonescamente intimidar al presidente de la UDI y a otras figuras de la centroderecha por su apoyo al mismo acuerdo, lo que motivó ayer la presentación de una querella por el delito de sedición.
El respeto por el pensamiento divergente es un requisito básico en un sistema democrático. La tibieza o incluso la ausencia de una condena decidida al uso de la violencia por parte de amplios sectores que, luego del estallido, justificaron el vandalismo, el incendio, la evasión, “el que baila pasa” y muchas otras expresiones de hostigamiento, permitieron la extensión de estas prácticas, propias de movimientos de raigambre totalitaria. Cualquier ambigüedad a este respecto puede abrir ahora el espacio para una nueva proliferación de estas acciones. Toda sociedad democrática debe rechazar de modo explícito agresiones que pretenden impedir el libre intercambio de ideas y el debate político. La ciudadanía exige de sus líderes —tanto cuando ostentan cargos de gobierno como cuando son oposición— un compromiso al respecto.