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Editorial
Miércoles 21 de diciembre de 2022
El crecimiento, 30 años después
Lo más destacable del registro de 1992 no es la cifra puntual, sino haber sido parte de un período de sostenida y sólida expansión, que multiplicó las oportunidades para los chilenos.
La situación de recesión en que está entrando la economía chilena vuelve a reinvindicar el valor del crecimiento económico como medio fundamental para lograr un aumento sostenible en los ingresos de los hogares y en la recaudación fiscal. Aunque la caída del producto —de entre 1% y 2%— esperada para el próximo año obedece en buena parte a la corrección de un desequilibrio macroeconómico muy sustantivo originado durante la pandemia, son las bajas estimaciones de la capacidad de crecimiento de la economía publicadas por el Banco Central las que verdaderamente encienden las alarmas.
En efecto, de acuerdo con el instituto emisor, el crecimiento tendencial del PIB no minero promediará 2,2% en el período 2023-2032, lo que representa una corrección a la baja de 0,7% respecto de la estimación equivalente realizada en 2021. Pero la caída es todavía mayor, y llega a un punto porcentual si la comparación se hace con la estimación de 2019, cuando el crecimiento tendencial para la década siguiente se proyectaba en 3,5%. En otras palabras, entre 2019 y 2022, las estimaciones de crecimiento tendencial bajaron de 3,5% a 2,2%.
Se trata de una caída muy significativa, más aún si se considera que el nivel de ingresos de la economía chilena es relativamente bajo como para converger a tasas de crecimiento tan disminuidas. Ilustrativo al respecto es observar, por ejemplo, el caso de Estados Unidos, cuya proyección de crecimiento de largo plazo se sitúa —según la Reserva Federal— en torno al 2%, pero con un ingreso per cápita que es cuatro veces superior al nuestro: en simple, estas tasas anticipan que la brecha de ingreso per cápita entre Chile y la potencia norteamericana no se cerraría nunca.
En estos días —y a propósito de una publicación de “El Mercurio”— se ha recordado cómo en 1992 el país, con un 10,5%, registró su tasa de expansión más alta en seis décadas (exceptuando, claro, el año 2021, marcado por la recuperación pospandemia) y que lo situó en una posición privilegiada en Latinoamérica. Resulta una triste paradoja observar ahora que —hecha la excepción de 2020— el próximo va a ser el de más bajo crecimiento de los vilipendiados treinta últimos años. Por cierto, el alto dinamismo de un año en particular —como fue el caso de 2021— puede obedecer a un fenómeno puntual, por lo que no resulta del todo útil para hacer comparaciones. Pero eso es exactamente lo destacable del registro de 1992, parte de un período —entre 1986 y 1997— en que nuestra economía creció todos los años —con la sola excepción de 1990— a cifras por sobre el 5%, lo que significó también vivir una era de expansión sistemática de los ingresos familiares, de las oportunidades de empleo y de los ingresos fiscales.
El Gobierno tiene sin duda la primera responsabilidad en reinstalar el crecimiento económico en el centro del debate nacional. Desafortunadamente, sus principales iniciativas en políticas públicas no apuntan en esa dirección, sino más bien —y vía un aumento sustantivo de impuestos— parecen avanzar en la dirección opuesta. Recientes declaraciones de la ministra del Trabajo respecto de las prioridades en materia laboral para el próximo año —como el proyecto de las 40 horas o la negociación multinivel— tampoco son buenas señales y acrecientan las aprensiones sobre la real prioridad que tiene el crecimiento para algunas de nuestras autoridades.