Es difícil exagerar la importancia del acuerdo que se alcanzó —luego de casi cien días de fintas y de enredos— anoche.
Son varias las razones para subrayar la importancia de este acuerdo.
Para advertirlo, basta recordar el propósito general que ha animado el debate en estos meses y que, el acuerdo de anoche, modifica.
Hace apenas unos meses la tarea consistía en refundar Chile, adornando los esfuerzos para lograrlo, mediante payasadas y desplantes, propugnando la existencia de múltiples naciones y creyendo que todo lo que era susceptible de ser derivado en el plano de los conceptos era posible de ser realizado o ejecutado en el plano de la realidad. Durante meses, y la mayor parte de las veces al compás de personas que representaban intereses parciales (y, todo hay que decirlo, sujetos que poseían conocimientos igualmente parciales y limitados) Chile y su institucionalidad, se creyó durante meses, fueron una hoja en blanco, una plana virgen en la que se podía trazar cualquier frase, escribir cualquier palabra, dibujar cualquier institución. Fue la hora en que los valores trascendentales coincidieron con la realidad: en que bastaba argüir que tal cosa era deseable, o apoyada por la mayoría, para que fuese, en virtud de esa constatación, posible.
El país acaba anoche de salir de esa ensoñación.
Se suma a ello el lugar que ahora se concede a los expertos.
Durante mucho tiempo (todo el tiempo que ha durado la crítica a los recientes treinta años) se dijo que los expertos, la tecnocracia, habían usurpado a la voluntad popular, y que a pretexto de la técnica se habían trazado arbitrariamente los límites de lo posible. Lo que se dijo infinidad de veces fue que los expertos no debían tener la última palabra en las cuestiones relativas a la vida colectiva. Se insistió una y otra vez (y el Presidente Gabriel Boric lo subrayó cuando era diputado) que la democracia chilena era imperfecta porque los límites de lo que se consideraba posible de ser realizado, el dibujo de esa línea que indica lo que es factible y lo que no, estaba entregado a la técnica y a quienes estaban familiarizados con ella. Los expertos (que durante mucho tiempo fueron los economistas) habrían sustituido y desplazado a la soberanía popular en favor del simple saber técnico o mejor, se decía entonces, a pretexto del saber técnico. Hoy los expertos (o lo que es otra versión de lo mismo, la racionalidad) han recuperado su lugar en el diseño de la vida colectiva.
Y hay que alegrarse por eso.
Y ello no porque se crea que la voluntad popular deba ser suplantada, sino porque se ha caído en la cuenta de que la razón importa, que el conocimiento disponible, que los límites de la realidad (que en el caso de la identidad nacional ha sido forjada en doscientos años) valen la pena de ser considerados. El amplio y lento conocimiento legal (portado por hombres de cuello y corbata y mujeres en traje sastre que hoy inundarán la deliberación colectiva) importa a la hora de diseñar la vida en común porque esas personas, cuando se atiende al conocimiento que manejan, permiten ahorrar esfuerzo, evitar tropiezos y acortar el camino. El conocimiento —también el conocimiento legal— permiten ahorrar desvelos y eludir errores.
Y para subrayar todo lo anterior, se encuentra una convicción que parece animar el conjunto de este acuerdo: la idea que Chile consiste en una comunidad política que, al margen de la diversidad histórica y étnica, equivale a una universalidad cohesionada por la igualdad ante la ley.
Es lo que subraya el título del acuerdo.
Ese título significa reconocer lo que la Convención puso en duda: allí donde se propugnó la existencia de múltiples naciones, este acuerdo destaca, sobre todo, la existencia de una sola en cuyo derredor erigen su identidad los demás pueblos. No deja de ser notable, y vale la pena subrayarlo, que los órganos representativos de la voluntad popular se hayan encargado de subrayar un hecho simbólico que durante los últimos meses pareció susceptible de ser negado sin dificultad alguna.
Quizá el título resuma todo lo que hay de bueno y susceptible de aplauso en este acuerdo: que fuere lo que fuere que se convenga en el tiempo que viene, él será el fruto de una comunidad política que, al margen del origen étnico o de clase de quienes la integran, tiene la disposición de imaginar un futuro común y estirarse para lograrlo como una comunidad de iguales. Es la receta de Renan y de Ortega: una nación no posee un pasado, sino un futuro compartido.
No hay mejor manera de describir la salud colectiva e individual: la vuelta a la realidad, el abrazo de la propia circunstancia.
Carlos Peña