El Adviento es un tiempo litúrgico cristiano, la espera de la venida del Salvador, del nacimiento del Redentor. Pero, haciendo un símil, el Adviento es quizás también reflejo de la misma vida humana, de la historia de cada individuo, pues el transcurrir de la biografía personal está atravesado por la espera, que no es de cualquier modo, sino que se define como una esperanza fundamental. Para el hombre, vivir es querer (y aguardar) ser feliz, incluso aunque no sepa describir ni dimensionar en qué consiste esa felicidad esencial.

Hay, me parece, una intuición de inmortalidad y de salvación, que en el creyente se resume en el “abrazo de Dios”, en la plenitud inenarrable que aguarda un día conocer y recibir. En quien no posee esta fe, ese anhelo, a mi juicio, es igual y late en el fondo de su corazón, si bien no lo direcciona a una persona divina. Sea cual fuese el caso, es evidente que el Adviento como tiempo litúrgico tiene este sentido de espera gozosa y de fiesta esperanzadora para quien intenta adentrarse en el misterio de la historia humana y en la comprensión y finalidad de su propia vida. Al fin y al cabo, la esperanza forma parte del sentido de la vida, y es como la ruta hacia el “tácito” Adviento en el corazón del hombre.