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Editorial
Jueves 06 de octubre de 2022
Cotidiana violencia estudiantil
Más allá de condenas verbales, se instala una percepción de impunidad que solo contribuye a perpetuar estas acciones.
Estudiantes de los liceos públicos que solían destacar por la excelencia académica hoy protagonizan periódicos incidentes con altos grados de violencia, los que incluyen obstrucción del tránsito, el lanzamiento de bombas incendiarias y la quema de buses, que ya suman 48, es decir, un 50 por ciento más que el año pasado. Establecimientos como el Instituto Nacional, el Internado Nacional Barros Arana, el Liceo de Aplicación y el Liceo Manuel Barros Borgoño enfrentan un serio deterioro de su convivencia escolar, donde directivos, profesores y apoderados parecen sobrepasados ante las agresiones de una parte menor del estudiantado, pero cuyas acciones impactan a toda la comunidad. Pareciera ser inocua la permanente pérdida de clases y el costo que estas situaciones tienen en los procesos de aprendizaje de estas generaciones, las que verán afectadas gravemente sus capacidades de desarrollo futuro debido a las carencias que enfrentan en su formación escolar.
Para las autoridades, estas manifestaciones violentas —que según su diagnóstico obedecerían en parte a políticas equivocadas adoptadas en administraciones anteriores— estarían en disminución y corresponderían a pequeñas bandas juveniles disruptivas. Sin embargo, los hechos de los últimos días desmienten esta perspectiva y denotan una cierta sensación de impunidad por parte de estudiantes que, a rostro descubierto, realizan acciones violentas en la vía pública. Las condenas por parte de la alcaldesa de Santiago y del jefe de la Dirección de Educación de esa comuna no parecen materializarse en acciones concretas que impidan la repetición de estos graves hechos, como los reiterados ataques al Cuerpo Militar del Trabajo.
Ubicada junto al INBA, esta dependencia militar ha sufrido 67 ataques en lo que va del año, con un resultado de 10 heridos. Piedras, bombas molotov e incluso fuegos artificiales son lanzados durante los recreos y a la salida de la jornada escolar, afectando al personal y causando daños a las instalaciones. Su defensa radica en usar mangueras de bomberos para repeler los ataques. La visita de la ministra de Defensa tras uno de los últimos incidentes, sus declaraciones de apoyo al Ejército y la presentación de una querella por parte del Ejecutivo constituyen gestos significativos, pero podrían no bastar, dada la espiral de violencia imperante.
Si bien algunas demandas de los estudiantes pueden ser atendibles, como el mejoramiento de la infraestructura, del servicio de la Junaeb o el mayor acceso a una atención de salud mental, las manifestaciones violentas empañan dichas peticiones y suelen profundizar las carencias, como ha ocurrido con los destrozos e incendios de instalaciones provocados por los propios alumnos. Más bien, tales causas parecen una excusa para justificar acciones cuya única finalidad es la destrucción y el amedrentamiento que generan. Ingenuo resulta, en este sentido, desatender los indicios de instigación por parte de sectores de la ultraizquierda, incluidos en algunos casos apoderados, como lo han denunciado en reportajes periodísticos docentes de los mismos planteles.
Toda política de reforzamiento de la educación pública requiere, en primer lugar, del restablecimiento de la disciplina, el respeto y la convivencia escolar, pues es repudiable que los estudiantes puedan entrar y salir impunemente de los recintos para realizar desmanes en los alrededores; que desde sus patios se agreda con piedras y otros objetos, y que jóvenes vistiendo el uniforme escolar protagonicen actos violentos sin consecuencias.
No parece fácil para las autoridades reprobar acciones que antes —cuando podían resultar funcionales a sus objetivos políticos— fueron aplaudidas e incluso incentivadas, pero la ciudadanía demanda mayor seguridad y el resguardo del Estado de Derecho. Ello implica, en un sistema democrático, el respaldo decidido al actuar de quienes ejercen el legítimo uso de la fuerza para terminar con la violencia en cualquiera de sus manifestaciones.