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Editorial
Miércoles 28 de septiembre de 2022
¿Adelantados a su tiempo?
Parece soberbio asumir sin más que las propias ideas serán las que se impondrán irremediablemente en el futuro.
Frente al contundente rechazo a la propuesta constitucional, el oficialismo ha sugerido diversos relatos explicativos. Habló inicialmente de una campaña de “mentiras” que habría distorsionado el contenido del texto, instando a la ciudadanía a rechazarlo; en realidad, aunque desde ambas campañas se presentaron algunos argumentos que el contrario podría haber calificado de inexactos, más inexacto es afirmar que allí estuvo el problema y que fueron esos puntos los que determinaron el resultado. También se habló de que la Convención habría sido víctima de una campaña de desprestigio, en circunstancias que fueron los propios convencionales quienes desprestigiaron a su institución, sin necesidad de terceros. No han faltado las referencias a la “millonaria” campaña del Rechazo, omitiendo los recursos desplegados por el Apruebo, incluida la patente acción del aparato gubernamental en su favor. Precisamente por su lejanía con la realidad, estos relatos explicativos no han encontrado mayor eco en la población.
Ahora se ha propuesto una nueva explicación, sugerida por el propio Presidente Boric en la entrevista que concedió en Nueva York a la cadena CNN. En ella afirmó que “no se puede ir más rápido de lo que la gente quiere”, dando a entender que los cambios que la Convención ofreció estarían adelantados a su tiempo. Por lo tanto, agregó, “deberemos ir un poco más lento”, aunque luego reconoció el valor de la consulta popular, diciendo que “esto muestra que requerimos resolver nuestras diferencias con más democracia, no con menos”.
Más allá de lo encomiable que resulta su aceptación de los resultados democráticos, implícita en esa última cita, el punto de fondo que él hace es muy problemático. Afirmar que la gente no es capaz de apreciar las ideas que el oficialismo sostiene —en este caso, los valores y conceptos contenidos en la propuesta constitucional— porque no han tenido el tiempo suficiente para ser calibradas en su justo valor y medida no solo supone mirar con infundada soberbia a la ciudadanía, sino que implica asumir, sin más argumentos, que esas ideas, valores o conceptos tienen tal validez o incluso fuerza moral que se impondrán de manera irremediable en el futuro.
No basta, sin embargo, con invocar términos referidos a problemáticas actuales, como los derechos de los pueblos originarios, la diversidad de identidades que demandan ser reconocidas o la sustentabilidad del planeta, para que las propuestas que al respecto se hagan sean necesariamente las más adecuadas y las que se impondrán en el futuro; tampoco significa que ellas reflejen una ética o una sensibilidad por parte de sus impulsores superior a la del resto de las personas. De hecho, muchas veces puede ocurrir lo contrario. Pretender, por ejemplo, que ciertos privilegios ciudadanos se determinen por el origen étnico o racial —o por la autoasignación que de ese origen hagan las mismas personas—, más que anticipar el futuro, parece una regresión a estadios civilizatorios anteriores. A su vez, introducir en el país sistemas de justicia paralelos, estableciendo a priori un trato diferenciadoa distintos grupos de ciudadanos, constituye un retroceso respecto del esfuerzo histórico por afianzar la igualdad ante la ley. Tampoco podría afirmarse que establecer formas de representación neoestamentarias, asegurando anticipadamente cupos en las instituciones o agencias de la sociedad a un grupo escogido de colectivos, sea la forma en que se organizarán los países en el futuro. O que reconocerle derechos a la naturaleza constituirá la manera en que nos relacionaremos en adelante con ella. Todo esto, por cierto, sin mencionar siquiera que la propuesta constitucional contenía además definiciones respecto del funcionamiento de la economía y el rol del Estado que representaban una indisimulada vuelta a modelos de la década de 1960, abandonados por la mayoría de los países debido a su fracaso.
Ni la superioridad moral que el oficialismo pretende invocar, ni la visión anticipada de la historia que sus posturas asumen interpretar, tienen un fundamento sólido, más allá del fervor que puedan despertar entre sus partidarios. Una cuota de humildad que reafirme la primacía de la democracia y admita la posibilidad de error en los propios postulados resulta un mejor camino a tomar.