El Partido Demócrata Cristiano atraviesa, como ocurre en general con la política chilena, una grave crisis, que no solo repercute entre sus militantes y simpatizantes, sino también la resiente el país. Esta comunidad ideológica partidaria surgió, en su origen remoto, de un grupo de jóvenes universitarios motivados por una fuerte inquietud social y política que, inspirada en los principios fundamentales del cristianismo, dio inicio a un extenso recorrido, no exento de errores y sacrificios, que fructificó, más tarde, en altas responsabilidades que le encomendó la soberana resolución popular.
Fue así como desde el Gobierno, el Congreso y los municipios sus personeros impulsaron y aprobaron normas que dieron dignidad al campesino; reformaron la propiedad de la tierra y la hicieron más productiva; participaron en la chilenización y la nacionalización del cobre; realizaron una profunda reforma educacional que terminó con el analfabetismo y modernizó los contenidos de la educación básica y media; reformó los estudios universitarios; legisló para entregar becas y alimentación a los niños y jóvenes más necesitados; propició la entrega de vivienda propia para miles de familias, así como mejoró la atención de su salud y en la vejez de sus integrantes.
? Muchos de sus militantes lucharon decididamente contra la dictadura y jugaron un papel clave en la defensa de los derechos humanos y en la transición a la democracia; entre múltiples iniciativas de bien común. Todo ese empuje no puede terminar desperdiciándose. De ello son responsables sus dirigentes, en primer lugar, pero también cada uno de sus militantes y cercanos.
Es oportuno recordar en este complejo momento de esa historia partidaria lo que escribió Claudio Orrego Vicuña hace ya algunos años. Dirigiéndose a sus camaradas les decía: “Sentíamos Chile. Nos preocupaban los pobres por sobre todas las cosas. No nos satisfacía el mundo que habríamos de vivir. Creíamos en la bondad. En la fraternidad. Y en la justicia. Pronto nos sentimos portadores de un mensaje. Ello trascendía nuestras personas. Por cierto, nuestros orígenes también. El punto común jamás fue el pasado. Siempre el porvenir. El cemento que nos dio consistencia no fuimos nosotros, sino que la preocupación por los demás. La energía para continuar adelante la obteníamos de un ideal antiguo como el hombre. Inagotable como la mar. Limpio como un brillante. Nos conocíamos en el hablar y en el sentir. Sobre todo, en la ilusión de servir. Caminamos 20 años sin descanso. Fuimos a veces el camino mismo que no podía detenerse”.
? Ese fue el espíritu falangista del cual fueron herederos y beneficiarios los democratacristianos. Ese espíritu debe resplandecer de nuevo, con el mismo vigor con que lo sembraron de norte a sur Bernardo Leighton, Eduardo Frei Montalva, Radomiro Tomic, Ignacio Palma y Tomás Reyes, que luego lo cosecharon, entre centenas, nombres destacados como Gabriel Valdés, Patricio Aylwin y Renán Fuentealba. Desde la Eternidad, ellos y tantas y tantos que aprendieron y enseñaron que la luz de la Cruz del Sur era eterna, imponen perseverar en la tarea y actuar en consecuencia, dejando de lado visiones personales y rencillas, enfocando la acción en el interés de la patria, en busca de la justicia social, la paz y en el servicio de nuestros semejantes.
En esta coyuntura, la Democracia Cristiana, con el sólido respaldo de sus principios, debe estar presente en el esfuerzo por lograr con otras colectividades democráticas acuerdos en la discrepancia. Chile espera esa respuesta, contribuyente modesta pero generosa a la constante recuperación de la esperanza. Tal es el llamado que cabe realizar a militantes, adherentes y simpatizantes de una causa que hasta ahora sigue viva y guerreando pacífica y solidariamente, como siempre lo ha hecho.
Eliana Caraball Martínez
Jorge Donoso Pacheco
Enrique Krauss Rusque
Edgardo Riveros Marín
Rodolfo Seguel Molina