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Editorial
Martes 09 de agosto de 2022
Subsidiariedad y Estado social
Ya desde sus primeras formulaciones, la subsidiariedad es conceptualmente compatible con un despliegue social activo del Estado.
En el fragor político de imaginar escenarios posplebiscito, algunos dirigentes reiteran una afirmación errada: que la subsidiariedad sería incompatible con un Estado social. Sea que se pronuncie como transacción anticipada en búsqueda de acuerdos ante el eventual rechazo del borrador plebiscitado, o como reiteración de una consigna favorita en la campaña que promovió el actual proceso, se trata de un error conceptual. Clarificarlo puede contribuir a despejar de impurezas el debate, a la hora de discutir el marco que nos regirá luego del 4 de septiembre.
En lo conceptual, la subsidiariedad es compatible con un despliegue social activo del Estado ya desde su primera formulación política por el obisbo Von Ketteler, en la Alemania de mediados del siglo XIX. El profesor, diputado y prelado de Maguncia fue el primer pensador que sugirió rescatar la obligación social del Estado de desbordar el liberalismo propio del “laissez faire”, pero siempre respetando la autonomía de las agrupaciones intermedias. Especialmente orientado a reconocer sindicatos y derechos del obrero, este primer paso en la doctrina social de la Iglesia Católica orientó luego a los papas León XIII, en 1891, y Pío XI, en 1931, para enmarcar la subsidiariedad. Este sería un principio dinámico y flexible en las respectivas encíclicas: un Estado respetuoso de las libertades de la persona, sin suplantar lo que las asociaciones pueden lograr por sí mismas, pero convocando al Estado a contribuir activamente al bien común y la cuestión social. Sabemos que estas primeras ideas irradiaron a las definiciones políticas del siglo XX.
En lo jurídico, las formulaciones de la subsidiariedad en el Tratado de la Unión Europea, y nuestro propio artículo 1° en la Carta Fundamental actual, permiten el juego de esta dinámica de distribución de competencias. Donde los estados (Europa) o cuerpos sociales (Chile) estén capacitados para actuar, no se les reemplaza; se les regula, fiscaliza, orienta, pero sin suplantaciones. Allí donde requieren apoyo estatal para beneficio del bien común, la misma subsidiariedad impone al Estado el deber de estimular ese rol social pendiente, o asumirlo directamente —sin asfixiar esfuerzos privados—, hasta asegurar “la mayor realización material y espiritual posible”, como reza la Constitución.
Pero, además, pregonar el divorcio entre subsidiariedad y Estado social es equivocado ante el registro histórico político y parlamentario de las últimas tres décadas. Bajo la Constitución actual el Estado creció enormemente, medido en número de ministerios, superintendencias, agencias estatales y servicios de toda clase. Solo las superintendencias se multiplicaron por más de tres entre 1980 y 2020 (desde 3 a 11). Sucesivas y vastas reformas tributarias y laborales —solo como ejemplo— han sido aprobadas sin perturbación constitucional alguna, ni mucho menos atribuible seriamente a la subsidiariedad. Uno de los aislados registros en contrario se ubica en la reforma laboral de 2016, que buscó otorgar a los sindicatos un monopolio negociador, en detrimento de los grupos negociadores de trabajadores. Ese aislado precepto no pudo promulgarse, aunque las autoridades administrativas se esmeraron en operar como si lo estuviera.
Otras leyes que muy parcialmente enfrentaron problemas acotados —ley de subcontratación, 2006, en cuanto a la identidad legal de la empresa— lo hicieron por fallar la iniciativa exclusiva presidencial, y no por efecto del principio de subsidiariedad. En suma, leyes sociales diversas fueron discutidas, aprobadas y promulgadas durante 30 años. Podrá debatirse respecto de su carácter suficiente o no, pero no cabe atribuirle responsabilidad en ello a la subsidiariedad. Saberlo, sin embargo, como todo ejercicio de rigor, requiere conocer historia, jurisprudencia y criterio legal.
Negar la aptitud dinámica de la subsidiariedad para acoger la faz activa del Estado social es un simplismo y un error, propios de una imperfecta —e irresponsable— crítica política. Como toda consigna, es desprolija, pero sirve al objetivo de atribuir fácilmente responsabilidades que se estiman infringidas. Frente al delicado momento que vivirá el país luego del plebiscito constitucional, un debate público fructífero debe exigir la depuración de esta negativa estrategia.