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Cartas
Viernes 29 de julio de 2022
¿Y ahora qué?
No vayan a creer que me lo preguntan a cada paso que doy en la calle. Para nada. La condición de profesor universitario de provincia, especialmente en Santiago, lo vuelve a uno invisible. La mascarilla también ayuda, y ni qué decir la gorra negra de béisbol que llevo puesta para proteger del frío a mi calvicie.
“¿Cómo llevas una gorra como esa?”, suelen enfrentarme, y carezco de una respuesta que no sea la de decir que, cada vez que salgo con ellos, pierdo los primorosos sombreros de tweed que tengo en casa.
A veces me acusan de estar arrastrando el poncho con eso de profesor de provincia, pero yo respondo que, llegados a cierta edad —que en mi caso está cumplida hace rato—, se tiene el deber de saber qué es uno. Qué es, no quién es, porque uno es siempre más de uno; somos ese baúl lleno de gente de que hablaba Antonio Tabucchi por referencia a Fernando Pessoa. Algo así como Estados federales, no unitarios, con un débil gobierno central de dudosa legitimidad. Seres no de una pieza, sino de varias, algunas de las cuales podrían ser incluso de repuesto.
¿Y ahora qué? Si alguien tuviera la pretensión de responder a esa pregunta a nombre del país (la lista de interesados sería interminable), allá él. Seguro que todos los que contestaran mencionarían la palabra “incertidumbre”, quejándose de ella, algo que a mí, francamente, me hace sonreír. Es que la incertidumbre es el signo más propio del siglo que vivimos —y eso a nivel planetario, no solo en Chile—, de manera que aquel que aspire a una vida sin incertidumbre está simplemente fuera de su tiempo. Nadie quiere incertidumbres, es cierto, pero el solo hecho de vivir constituye una gran y permanente incertidumbre. ¿En qué momento se nos ocurrió pasar de pedir seguridad a exigir certeza? En mi caso, al dar clases acerca de los fines del Derecho, menciono la seguridad jurídica, pero nunca se me habría ocurrido hablar de certeza jurídica.
¿Y ahora qué? Alivio —tengo que reconocerlo— y un intenso deseo de recuperarme a mí mismo después de la vida ajena que tuve durante un año, lo cual no quiere decir mucho más que disponer del mayor tiempo posible para leer y escribir. No sé si lo merezco, pero eso es lo que quiero, y voy a reclamarlo aunque sea solo en nombre de la antigüedad. Leer para escribir, puesto que ya se sabe que sin lo primero no puede haber lo segundo, y escribir para pensar, porque antes de tomar la pluma o de digitar en el tablero no hemos pensado absolutamente nada.
Pero no todo será leer y escribir. También estoy al debe con el cine, con pasar un rato cada mañana en un café sin hablar con nadie, con visitar librerías, con pasar una tarde a la semana en el Valparaíso Sporting Club hablando con todos. En cuanto al cine, por ejemplo, no se trata de buscarlo en las distintas plataformas que permiten disfrutarlo en casa, sino de ir a las salas de cine, hacer la fila, pasar de largo por la confitería, y ubicar luego de la función el sitio adecuado para darle una vuelta a lo que acabamos de ver.
Dije antes “recuperarme a mí mismo”, puesto que aunque haya tenido mucho sentido formar parte de un grupo de 154 —que lo tuvo—, lo cierto es que en cualquier lugar en que haya más de diez o doce personas empiezo a sentirme extraviado. Lo que quiero decir es que, en cierto modo, durante el último año estuve tanto conmigo como alejado de mí mismo.
Agustín Squella