Es sorprendente que, hasta ahora, se haya decidido excluir a los expresidentes de la ceremonia en que la Convención constitucional entregará su propuesta de texto fundamental a la ciudadanía.
La verdad es que es incomprensible.
Y quizá es mejor que sea incomprensible.
Porque la única forma de comprender una decisión como esa, si es que quedara firme, es llegar a la conclusión de que las voces más partisanas de la Convención habrían, en la hora undécima, predominado.
Y es que solo si la entrega del texto constitucional se concibe como una ruptura con el pasado, es posible comprender una decisión semejante. Ello equivaldría a decir, o a pretender, o a insinuar, o a dejar que se crea, que el proyecto constitucional revela una decisión explícita de establecer una distinción entre un nosotros (donde nosotros sería la mayoría de la Convención que inauguraría un nuevo tiempo histórico) y un absurdo ellos (donde ellos serían todo lo que los expresidentes representan, nada menos que los últimos treinta años de vida democrática, que merecerían así pasar al olvido). Algo como eso es comprensible; pero no en el sentido de que sea razonable, sino solo en el sentido de que su falta de razón es posible de ser aprehendida. Porque una decisión semejante ni es pragmática (en vez de sumar voluntades se las enajena), ni ajustada a los hechos (puesto que la Convención no habría sido posible sin la voluntad de algunos a los que ahora se excluye).
Pero lo más grave es que una decisión como esa —de predominar— pondría de manifiesto que la mayoría de la Convención ha roto las cadenas de la temporalidad.
Frederic Jameson observa que en la cultura contemporánea hay una especie de esquizofrenia en el sentido de Lacan. Este presenta la esquizofrenia como una ruptura de la cadena de significantes. Para él, como para Saussure, el significado no proviene de un vínculo entre el significante y la realidad a la que apunta, sino que el significado se constituye por la relación entre significante y significante. Cuando esa relación se rompe, sugiere Lacan, se pierde el sentido. Pues bien, cambiando lo que hay que cambiar, hoy día se arriesga el peligro de poner en escena “una ruptura de la cadena significante”, como si no fuera posible unificar el presente, el pasado y el futuro en una misma experiencia. Esa ruptura de la temporalidad libera al presente de todas las significaciones de que es portador, provee la fantasía de que todo podrá empezar de nuevo, sin el gravamen de nada que haya ocurrido ayer, y así liberado, el presente se vuelve intenso, cercano, concluye Jameson, a la “experiencia alucinadora de la euforia”.
Pero la democracia, y el futuro constitucional, no pueden construirse desde una experiencia de alucinación.
Por el contrario, la única forma de erigir un acuerdo democrático (porque de eso se trata el futuro plebiscito, ¿verdad?) consiste en brindar reconocimiento a todos, incluso a aquellos que no han estado, ni estarán, de acuerdo con todo lo que se proponga; pero con los cuales siempre será posible alcanzar un consenso traslapado y parcial, que es el único posible en la vida democrática, que nunca se hace (¿será necesario recordarlo?) desde la unanimidad.
La vida cívica reclama el reconocimiento del adversario y de la diferencia. Y no su exclusión o su olvido.
Carl Schmitt dijo que la política suponía el enfrentamiento con un enemigo. A ello Ortega respondió que en realidad la política era la decisión de convivir pacíficamente con el adversario.
La Convención tiene ahora la oportunidad de modificar su decisión y, en cambio, invitar a todos los expresidentes a su ceremonia final. Pondría así en escena y a la vista de todos que al redactar el texto y ofrecerlo a la ciudadanía está animada más por Ortega que por Schmitt.
Carlos Peña