El de Literatura ha sido, tradicionalmente, el más mediático y controvertido de los premios nacionales otorgados por el Estado de Chile. Creado en noviembre de 1942 a través de una ley promulgada por el Presidente Juan Antonio Ríos, es también el más antiguo de los doce que existen en la actualidad. En esa primera norma se estipulaba que el premio sería anual y dotado con cien mil pesos, los que se obtendrían ¡de un impuesto especial a la cerveza!
El primer galardonado fue Augusto D'Halmar (1882-1950) y la historia que ha llegado hasta nuestros días es que su precaria situación económica y de salud fue lo que motivó a sus amigos escritores a impulsar la creación de este premio para favorecerlo. Como en todo mito, hay algo de verdad, pero lo cierto es que, ya durante su campaña, Pedro Aguirre Cerda se había comprometido a apoyar a los artistas y creadores, y una vez en el gobierno acogió la propuesta de la Sociedad de Escritores de Chile de instaurar este reconocimiento. No alcanzó, sin embargo, a promulgar la ley, porque murió en 1941, antes de terminar su mandato. Con el premio, además, se conmemoraba el centenario de la generación de 1842 y la fundación de la Universidad de Chile.
Pero lo fundamental es que D'Halmar tenía todos los méritos literarios para obtenerlo y así lo prueba el hecho de que sus obras se sigan estudiando y reeditando gracias a iniciativas e intereses de editoriales universitarias o independientes, lo que al mismo tiempo muestra una de las falencias de este premio: se le reconoce la trayectoria literaria a un escritor con una buena suma de dinero y —desde la reforma a la ley, en 1972— una pensión vitalicia. Materialmente, no es poco, pero falta algo. Es decir, el Estado ya cumplió con usted, ahora puede descansar en su casa o seguir escribiendo, si así lo quiere. ¿Y los libros? ¿La obra por la cual se le está premiando? Con suerte, las editoriales y librerías desempolvarán algunos títulos, aprovechando el interés mediático. Lo más probable, sin embargo, es que después de unos días desaparezcan de las vitrinas. Y para qué decir cuando el premiado con “el máximo galardón de las letras nacionales” ya esté muerto. La ausencia de esa obra perjudica también a los lectores, a quienes se les dice que por su calidad y riqueza merece ser leída, pero muchas veces es inencontrable. Para solucionarlo no se necesita una editorial estatal, sino buenas alianzas con las ya existentes.
Son muchas las críticas que cada dos años caen sobre el Premio Nacional de Literatura. Y una de ellas es precisamente su carácter bienal, consagrado a través de la reforma de 1972 a la Ley 7.368 de 1942. Un mito ya bastante aclarado es que la modificación se había hecho en dictadura. Lo cierto es que la decisión se tomó en el gobierno de la Unidad Popular, al parecer debido a la situación económica que sufría el país. Pero hay otro elemento: también en 1972 se incorporó al premio una pensión vitalicia, lo que por supuesto elevó el costo para el fisco y, en parte, esto se aminoró decretando que se entregara cada dos años. ¿Se podría volver a la anualidad, como muchos han pedido, dividiendo estos montos?
Así podría solucionarse otro de los aspectos que siempre generan críticas: la alternancia, tácita, entre narradores y poetas, lo que significa que unos y otros esperan en realidad cuatro años para tener una opción. Muchos han alertado sobre este sinsentido e incluso hay quienes llaman a crear un premio nacional de poesía, considerando una contundente tradición coronada por dos premios Nobel. Una de esas voces es la de Manuel Silva Acevedo, quien, al obtener este reconocimiento, en 2016, afirmó: “El poeta no es un literato. Es un artista, pero un artista de la palabra”.
En toda su historia, el Premio Nacional de Literatura ha reconocido a sesenta autores, de los cuales solo cinco son mujeres y, entre ellas, una poeta. Obviamente, hace ochenta años era impensable hablar de paridad o equidad de género en la ley y, por supuesto, no se especificaba que el galardonado podía ser hombre o mujer. Pero como el lenguaje crea realidad y este era masculino, los sucesivos jurados simplemente ignoraron el aporte de tantas escritoras. Es sabido que recién en 1951 se premió a Gabriela Mistral, seis años después de recibir el Nobel. Y que tuvieron que pasar diez años para que la obra narrativa de Marta Brunet se impusiera por derecho propio. Y después de ella, otros 21 años para destacar a Marcela Paz, la creadora del icónico Papelucho. Ya entrado el siglo XXI, al fin les dieron su lugar a las dos más grandes —y disímiles— figuras de nuestras letras actuales: Isabel Allende, en 2010, y Diamela Eltit, en 2018.
¿Cómo se soluciona esta disparidad extrema? Sin cuotas, pero con jurados idóneos. Un tema sensible, que tendrá que quedar para otra columna. Solo cabe apuntar que, por tercera vez desde la promulgación de la ley que creó el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, en 2018, el jurado estará presidido por el o la titular de esa cartera. Y que el cupo del rector de la Universidad de Chile —el único que se mantiene desde 1942— le corresponderá este año a la académica Rosa Devés, la primera mujer que en ejercer ese cargo.