Determinar qué instituciones organizarán la República requiere una adecuada valoración de las estructuras políticas actuales, de sus logros y errores, para luego determinar qué doctrinas o prácticas comparadas pudieren ser adaptables.
Chile tuvo un presidencialismo con gran concentración de poderes formales en los comienzos de la República; un sistema pseudoparlamentario, con gabinetes que debían ser aprobados por el Parlamento, aunque el Presidente carecía de poderes para disolverlo, desde la Guerra Civil de 1891 hasta 1925; y un sistema presidencial en el que el poder del Presidente fue aumentando moderadamente desde 1925 hasta 1973.
La Constitución de 1980 estableció amplísimos poderes presidenciales en un sistema muy rígido debido a los quorum requeridos para las reformas constitucionales y a las leyes orgánicas que dejó establecidas el régimen del general Pinochet. La experiencia de estos años llevó a una crítica a ese hiperpresidencialismo, unida a una baja evaluación de la práctica parlamentaria.
Además, el sistema de partidos políticos chilenos, después de restablecer cierta continuidad con el existente antes de 1973, entró en una crisis tanto de fraccionamiento como de identidad. Los desafíos del desarrollo sustentable e inclusivo hoy no parecen tener respuestas adecuadas de los partidos. Y el cambio reciente de las reglas electorales ha incidido en su proliferación.
¿Qué necesitamos tener en cuenta para evaluar las reglas para el nuevo régimen político?
En primer lugar, hay que recordar que la identificación primaria de los chilenos y chilenas con la democracia es por la elección del Presidente de la República. Este, elegido por votación popular, es reconocido como el Primer Mandatario y ha concitado históricamente la adhesión (y también la oposición) de los ciudadanos. Tenemos un régimen presidencial. Un Presidente electo por el Congreso carecería del reconocimiento y de la legitimidad histórica de los Presidentes chilenos.
En un régimen semipresidencial, el Presidente debería obtener la aprobación parlamentaria para designar al jefe de Gobierno. Tendríamos una cabeza con legitimidad por elección popular y otra por la mayoría del Parlamento. La subordinación del segundo al primero haría compleja la gestión del gobierno y requeriría un profundo y largo aprendizaje de la ciudadanía. La primacía del segundo sería muy probablemente discutida en forma inmediata y sería fuente de inestabilidad del nuevo régimen.
Más difícil aún sería un régimen parlamentario. Ahí el jefe de Estado es elegido generalmente por el Congreso y el jefe de Gobierno es elegido por el Parlamento. Se trata de una elección indirecta. Esta sería una completa innovación en el sistema político chileno y su aceptación generalizada se dificultaría por este elemento de nuestra cultura política de más de 200 años.
Con todo, hay un segundo problema: semipresidencialismo y parlamentarismo requieren un sistema de partidos ordenado, claro, estable y disciplinado. En esos regímenes cada parlamentario tiene escaso poder y debe seguir las instrucciones del jefe de Gobierno. De otro modo, el sistema no funciona, cambios sucesivos de mayorías lo harían ingobernable.
La Convención debería también incentivar un sistema de partidos sólido y abocarse a reformas del sistema electoral que fortalezcan la participación y la gobernabilidad, pero sus resultados solo se podrán tener a mediano plazo.
Un régimen político presidencial requiere reequilibrar los poderes del Congreso —profundizando reformas realizadas en 2005—, especialmente en el manejo de su propia agenda (régimen de urgencias); en el establecimiento de una sólida asesoría técnica al Parlamento y examinando cuidadosamente el tema de la iniciativa limitada de gasto. La Convención debe abocarse a evaluar y mejorar la atribución de competencias entre estos dos poderes y reforzar la independencia del Poder Judicial, redefinir la composición del Tribunal Constitucional y eliminar el control preventivo, junto con reafirmar la autonomía del Banco Central, el poder electoral (Tribunales y Servicio Electoral) y una Contraloría moderna, con capacidad de revisión del gobierno central y los regionales. Lograr un reequilibrio sano y evitar el bloqueo entre las instituciones será determinante de un buen sistema de gobierno.
Los planteamientos que han sido informados estos últimos días desde la Convención Constituyente parecen augurar la posibilidad de esa reforma equilibrada que tenga en cuenta la evolución de la democracia chilena y los cambios a que aspira la ciudadanía.
Carlos Portales Cifuentes
Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile