Si en algo estamos de acuerdo es en que la de hoy es la elección presidencial más trascendente para Chile en los últimos 50 años. En el transcurso de la campaña hemos entendido que, en contraste con las anteriores, la decisión no es solo respecto de la alternancia en el poder o de políticas públicas, sino respecto de dos visiones de sociedad y horizontes de futuro, inevitablemente excluyentes entre sí.
Millones de compatriotas se dirigen a esta hora a sus locales de votación, para marcar por uno de los siete nombres en la papeleta. Son horas decisivas que obligan a pensar no solo en las consecuencias para Chile de un rumbo o del otro, o si es mejor subir o bajar impuestos, un Estado de bienestar o uno subsidiario, o si son más justas las pensiones basadas en ahorro individual o en reparto.
Tan importante como todo lo anterior es evaluar cuál es el carácter, la voluntad rectora, la impronta que debería expresar un próximo gobierno.
Ante todo, esa voluntad debería inclinarse siempre por la libertad, en el más responsable y profundo de los sentidos. Libertad para vivir y dormir sin miedo. Libertad para emprender y para elegir con quién hacerlo. Libertad para tomar la infinidad de decisiones a las que se enfrenta cada ciudadano en el transcurso de su vida; y para pensar y decir en voz alta lo que se piensa.
Muchos quisiéramos también un próximo gobierno que se inspirara en el sentido común; que enfrentara los grandes desafíos de Chile basado en la evidencia, resistiendo las presiones ideológicas o el aplauso de corto plazo. Que, al mismo tiempo, no perdiera ni un día en poner manos a la obra para resolver los problemas cotidianos del ciudadano común, sin postergarlos con el pretexto de la espera a una nueva Constitución. Un gobierno que pasara a la historia por concluir bien el proceso constitucional, mientras impulsa la recuperación económica, el trabajo, la apertura de todas las escuelas y la restitución del Estado de Derecho en La Araucanía.
Qué bien le haría a Chile que en un nuevo mandato presidencial se hablara más de los próximos 30 años, que de los déficits de los últimos 30. Que, valorando lo que hemos construido con decisiones democráticas y el esfuerzo de todos, ese próximo gobierno guardara en un cajón todas las propuestas que constituyeran un retroceso, en cualquier sentido. Que nos convocara a mirar al futuro, más allá de la inmediatez del conflicto de turno. Y que respetara el pasado, depusiera cualquier intento por utilizarlo como un archivo para abrir o cerrar según convenga; y comprendiera que respecto de la historia conviviremos siempre con más de una interpretación.
Una mayoría espera que quien se tercie la banda presidencial en marzo, entendiendo la magnitud de su tarea, renuncie a exacerbar lo que nos divide. Y nos convoque, sin exclusiones, en torno a aquello que nos une, desde los problemas pendientes por resolver, hasta las tradiciones que nos han emocionado por generaciones.
Y la impronta más trascendente para cualquier gobierno, pero atendidas las condiciones de Chile hoy, especialmente para el próximo: el respeto irrestricto a la democracia y a sus instituciones, a la separación de poderes y a la Constitución y las leyes. Ese respeto comprende, desde luego, la obligación de dar plenas garantías para el ejercicio del derecho de todos los sectores políticos a disputar el poder en las elecciones que vendrán.
En este 21 de noviembre histórico, que al mismo tiempo emociona e inquieta, aun cuando la definición presidencial será casi con toda seguridad dentro de un mes, espero que una mayoría ejerza su derecho a elegir, pensando en el mejor camino para que Chile emprenda a partir del 12 de marzo de 2022, cuando se hayan apagado las luces de las solemnidades republicanas y empiece el trabajo de gobernar.
Isabel Plá