La historia contemporánea de Nicaragua ha estado marcada por la represión, la corrupción y el ejercicio dictatorial del poder. La reciente farsa electoral en ese país —ampliamente repudiada por la comunidad internacional— demuestra, lamentablemente, que esa historia continúa.
La dinastía de los Somoza marcó al país centroamericano durante buena parte del siglo XX con un reino de terror, muerte, robo de las arcas públicas y ejercicio absoluto del poder.
Las dictaduras somocistas partieron con Anastasio Somoza García, hijo de un senador terrateniente, quien en 1932 pasó a encabezar la Guardia Nacional del país. Este se hizo con el poder supremo al asesinar a Augusto César Sandino, quien lideraba una rebelión contra la ocupación norteamericana de la época. Con el aval de Washington, Somoza García controló el país a su antojo. Tras un atentado que acabó con su vida, lo sucedió su hijo mayor, Luis Somoza, que continuó la dictadura de 1955 a 1963. El último dictador del clan fue su hermano menor, el general Anastasio Somoza Debayle, quien gobernó hasta 1979.
Ese año, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), creado en 1961 e inspirado en la figura de Sandino, derrotó a la Guardia Nacional somocista. El dictador, fuera de su impopularidad, había cometido demasiados errores como asesinar al respetado periodista Pedro Joaquín Chamorro y al periodista norteamericano Bill Stewart cuando en la Casa Blanca gobernaba Jimmy Carter, enarbolando el respeto a los derechos humanos como parte de su política exterior.
Un joven Daniel Ortega, guerrillero preso y exiliado, regresó a Nicaragua a conducir el proceso posdictadura. Los sandinistas formaron una junta de gobierno provisional, coordinada por Ortega, con amplios sectores de la oposición, incluyendo representantes del empresariado. La luna de miel no duró mucho; los empresarios se alejaron y surgió la denominada “Contra”, o grupos contrarrevolucionarios apoyados decididamente por el gobierno de Ronald Reagan.
El conflicto armado frente a la Contra presionó en 1990 al gobierno sandinista encabezado por Ortega a convocar a elecciones adelantadas, en las que fue derrotado por Violeta Barrios de Chamorro. El FSLN entregó pacíficamente el gobierno. Nicaragua vivió un ciclo de administraciones democráticas de derecha, incluyendo las de Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños.
Cuestionando el creciente autoritarismo de la cúpula sandinista, emergió el Movimiento Renovador Sandinista (MRS) con líderes emblemáticos como Sergio Ramírez, Dora María Téllez y Ernesto Cardenal. El FSLN, controlado por Daniel Ortega, selló alianzas con sectores de derecha y su líder político, el expresidente Alemán —más tarde condenado por corrupción—, con el empresariado y los sectores más conservadores de la iglesia Católica.
Ortega ganó las elecciones de 2006, y, en adelante, nunca más dejó el poder. El sandinismo orteguista prometió no ceder el poder, “cueste lo que cueste”. Así, los comicios municipales de 2008 excluyeron al MRS y al Partido Conservador, y fueron denunciados como fraudulentos, pero validados por el Consejo Supremo Electoral controlado por partidarios del FSLN. Ortega y su esposa Rosario Murillo profundizaron el caudillismo, el clientelismo, la limitación de los derechos ciudadanos, y la concentración en manos de la familia de diversos negocios, utilizando la generosa cooperación venezolana.
Siguiendo el modelo somocista, la familia Ortega Murillo ha llegado a controlar el negocio de la distribución del petróleo, dirige la mayoría de los canales de televisión y agencias de publicidad —que son beneficiadas con contratos estatales— y ha adquirido hoteles de lujo y fincas ganaderas. Los ocho hermanos Ortega y Murillo tienen cargos oficiales y gerenciales, con excepción de Zoilamérica Ortega Murillo quien, en 1998, denunció a su padrastro por abuso sexual y, repudiada por su madre, se refugió en Costa Rica.
El régimen se afianzó en el poder a través del control de la justicia, la instrumentalización de la Asamblea Nacional, y el control absoluto de la policía. La decisión de no dar un paso atrás quedó de manifiesto en 2018, cuando una reforma del sistema de pensiones originó masivas protestas, reprimidas por grupos de choque oficialistas y por la policía. El saldo, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, fue de 328 muertos —aún impunes—, centenares de presos políticos y miles de exiliados.
Por eso, el denunciado fraude de la cuarta reelección consecutiva de Ortega y su vicepresidenta Murillo, hace algunos días, no constituyó mayor sorpresa. El régimen había detenido a siete candidatos presidenciales de oposición, a 39 líderes de diversos sectores, y cancelado la personería a tres de los principales partidos opositores.
Excombatientes sandinistas, como, entre otros, la detenida exguerrillera Doria María Téllez —ex ministra de Salud en el primer gobierno Sandinista— y el general de brigada retirado Hugo Torres, han denunciado a un régimen que se parece demasiado a la dictadura somocista. Por eso resulta inexplicable que algunos en la izquierda chilena pretendan defender una elección fraudulenta y a un régimen antidemocrático y violador de los derechos humanos, o que quienes han justificado la dictadura pinochetista y sus crímenes, ahora, con un doble discurso, alcen selectivamente la voz contra el nuevo somocismo en Nicaragua.
Heraldo Muñoz