Los últimos 20 años en la política internacional y de seguridad, desde el 11 de septiembre de 2001, han estado marcados por un conflicto asimétrico, entre EE.UU. y las potencias occidentales, por un lado, y el yihadismo islamista, por el otro. La denominada “guerra al terror” sustituyó a la lógica de la confrontación interestatal predominante en décadas previas.
En medio de este conflicto, sin embargo, se ha estado incubando una pugna que condicionará la dinámica global durante las próximas dos décadas: la rivalidad y creciente hostilidad entre EE.UU. y China.
La errática política exterior y comercial de Donald Trump procuró adular a Xi Jinping y, cuando esa estrategia ingenua fracasó, pasó a imponer sanciones comerciales a China que ahondaron las tensiones, generando una virtual guerra comercial.
Se pensó que la relación entre los dos países mejoraría notablemente con la elección del Presidente Joe Biden, un político experimentado en materia de política exterior. En cierta medida ello ha ocurrido, pero restringido más a las formas que al fondo.
La nueva administración norteamericana, junto a los gobiernos de la Unión Europea y del Reino Unido, han condenado a Beijing por impulsar un programa de ciberactividades maliciosas, incluyendo un hackeo masivo al servicio de mensajería Exchange de Microsoft, que habría afectado a 30.000 organizaciones. Biden fue más allá, acusando al gobierno chino de proteger a piratas cibernéticos en momentos en que EE.UU. ha sufrido ataques del tipo ransomware que han afectado infraestructura crítica. Paralelamente, el Presidente estadounidense ha inculpado a China de retener “información crucial” sobre los orígenes de la pandemia del covid-19.
Las diferencias entre EE.UU. y China no son meramente comerciales, y ni siquiera se tratan solo de cuestiones de ciberseguridad o de competencia por la propiedad intelectual, sino que estamos ante una lucha por el predominio global. Está en juego la definición de la futura hegemonía global.
El trasfondo de este escenario es una rivalidad de carácter estructural que caracterizará el escenario global de los próximos 20 años. A diferencia de lo que aconteció en las décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. ya no es la superpotencia indiscutida, la Unión Europea se ha debilitado, y Rusia ya no pesa en la arena global como antaño. China es la superpotencia emergente, pero aún no es capaz de liderar hegemónicamente el sistema internacional.
La amenaza principal detrás del conflicto EE.UU.-China es si ambas potencias podrán evitar lo que Graham Allison denomina la “Trampa de Tucídides”, una metáfora alusiva al historiador griego, referida a los peligros de una situación en que una potencia ascendente (China) desafía a una potencia de statu quo (EE.UU.), como, en su momento, Atenas a Esparta o Alemania al Reino Unido.
Un estudio histórico realizado por Allison concluyó que, en 12 de 16 casos investigados de este tipo de competencias, el resultado fue la guerra. La esperanza es que cuatro de los 16 casos de rivalidad histórica investigados por Allison no culminaron en derramamiento de sangre, y se manejaron en paz. Tanto Biden como Xi Jinping pareciera prefieren controlar esta trampa y generar una cierta estabilidad en la rivalidad.
Eso es posible, pues entre Washington y Beijing existen áreas de competencia y de cooperación. EE.UU. y China pueden cooperar en asuntos de interés común como el combate al cambio climático, el freno al terrorismo, el manejo de las pandemias, y la estabilidad política en áreas sensibles como Medio Oriente.
La competencia se seguirá librando en materias comerciales, inversión e innovación tecnológica. Ejemplo de lo anterior es que China —hace escasos días— solicitó oficialmente su ingreso al Acuerdo Comprensivo y Progresista para la Asociación Transpacífico (CPTPP), más conocido como el TPP11, del cual Trump decidió marginar a EE.UU.
Ambos países tienen espacios de interdependencia, aunque están procurando un decoupling de sus respectivas cadenas de suministros, para así limitar la interdependencia mutua. Además, ambos tienen líneas rojas de conflicto, como es el caso de Taiwán desde la perspectiva de EE.UU., y Hong Kong o el Tíbet, para China.
A Chile no le conviene ser un escenario más de la confrontación EE.UU. vs. China. Nuestro país deberá impulsar una política de no alineamiento activo, poniendo como prioridad los intereses nacionales. Chile puede privilegiar cuál potencia le ofrece mayor valor agregado y creación de empleos de calidad, salvaguardando las áreas estratégicas.
Las relaciones EE.UU.-China moldearán el escenario internacional durante largo tiempo. La dificultad es que Washington y Beijing no han alcanzado un mínimo consenso para procesar y limitar sus desacuerdos. Ese es el desafío más inmediato para ambos países y para la comunidad mundial.
Heraldo Muñoz