Hubo quienes consideramos que las restricciones producidas por la crisis sanitaria internacional y las insalvables alteraciones en el ciclo olímpico de los deportistas desaconsejaban realizar los Juegos de Tokio, marcados por las inéditas limitaciones que impone la peste. Y peor cuando a pocas semanas del inicio, el COL determinó que se disputarían sin público, uno de los invitados estelares de la fiesta.
Sin embargo, una vez más la realidad superó los prolegómenos y flexibilizó hasta las posturas más rígidas, porque amén de todas las consideraciones, la cita asiática ha sido un éxito absoluto en lo deportivo y en lo técnico. Ha conservado plenamente su atractivo a pesar de las tribunas desiertas, también su color, su fulgor y especialmente la emoción que durante casi tres semanas endulza los días de un mundo hermanado por el encierro, las prohibiciones y el sufrimiento.
No había que nacer en Caracas o en Maracaibo para emocionarse con los 15,67 metros que saltó la venezolana Yulimar Rojas hacia su inmortalidad deportiva. Tampoco es necesario tener vestigios vikingos para no caerse del asombro con el crono del noruego Karsten Warholm en los 400 m con vallas (45.94), la carrera más impresionante de los últimos tiempos.
Y si alguien quedó con gusto a poco, debió ver el triunfo de Sydney McLaughlin en esa prueba mixta al día siguiente. O a la portentosa Elaine Thompson, leyenda viviente de la inagotable fábrica de velocistas jamaiquina que con indiscutida propiedad se sentó en el trono que dejó vacío el incomparable Usain Bolt.
Menos mal que erramos los que no queríamos Juegos Olímpicos en Japón, pues nos habríamos privado de la electrizante definición por el bronce que protagonizó el golfista “Mito” Pereira, y que mantuvo con taquicardia a quienes siguieron el recorrido por TV hasta las tantas de la madrugada. Otro desmentido para quienes piensan y más encima dicen que el golf es un deporte “sin adrenalina”.
En los JJ.OO. más especiales de todos los tiempos ocurrieron cosas nunca vistas, como que un italiano y un qatarí decidieran interrumpir su competencia para compartir la medalla de oro en el salto alto. Aunque algunos puristas lo leyeron como una “obscenidad que contraviene la naturaleza de la competencia”; la celebración frenética de Gianmarco Tamberi y el llanto desconsolado de Mutaz Sharim resumieron muy bien el espíritu de estos Juegos Olímpicos de la fraternidad, de la cercanía y del afecto en tiempos de pandemia.
¿O acaso no fue afecto y empatía lo que generó la revelación de Simone Biles? Una confesión golpeadora. Para todos, incluidos quienes nos desempeñamos en el oficio que mandata exigir rendimiento a los deportistas de élite.
Por supuesto que también hubo miserias. Y varias, pero pocas como la de Novak Djokovic. El dios del tenis enseñó su cara más deslavada en Tokio: por el irrespeto de marcharse sin haber finalizado su participación, por sus berrinches, por la actitud que asumió tras perder la lucha por el oro y por su taimadura extrema en la derrota. Las verdadera personalidad no aflora en el triunfo, sino que en la adversidad. Y en ese aspecto, “Nole” se mostró como un muy buen tenista en Japón.
Todavía no se apagan completamente los Juegos Olímpicos de Tokio y ya campea la nostalgia. El consuelo es que esta vez hay que esperar menos para los próximos. Tres años pasan volando.
Felipe Vial
Editor de Deportes