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Editorial
Jueves 05 de agosto de 2021
Campañas enfrentadas a la violencia
Cultivar una auténtica cultura de la paz parece ser el desafío nacional más urgente en un año electoral como este 2021.
Las campañas electorales están comenzando a registrar una nueva clase de experiencia al sufrir ataques cada vez más orientados a la amenaza mediante la violencia. El candidato Gabriel Boric, al visitar en una cárcel a detenidos por diversos delitos en medio del estallido violento que comenzó en octubre de 2019, y que aún se mantiene, recibió fuertes improperios y hasta un golpe de parte de los detenidos. Lo acusaban vagamente de tener responsabilidad en sus destinos. No tan violenta fue la reacción que le correspondió experimentar a la candidata Yasna Provoste en una feria en Puente Alto, donde un grupo aparentemente organizado le enrostró en duros términos su responsabilidad cuando fue ministra de Educación hace más de 10 años.
La actuación de estos grupos, que todo indica que corresponden a acciones colectivas preparadas por la ultraizquierda, tiene por objeto silenciar e impedir cualquier trabajo proselitista a quienes consideren que no comparten sus puntos de vista. Ya se han ido acumulando los peores signos de que esta campaña puede llegar a quedar marcada por la violencia, que se ha vuelto una nueva característica de la sociedad chilena. Si bien en el país se mantuvo a lo largo de décadas un clima pacífico de entendimiento entre los diferentes sectores, en los últimos años se ha hecho costumbre la irrupción de grupos violentos que parecen haberse tomado las calles. En La Araucanía los atentados se cuentan por cientos este año y, en Santiago, hay sectores de la ciudad virtualmente aniquilados por estos grupos de jóvenes iracundos. Pudiendo incluso comprenderse la frustración ante lo que se estima un trato injusto, no puede justificar llamados a quemarlo y destruirlo todo, como acaba de suceder ante el cambio en una medida cautelar que, como es evidente en cualquier país civilizado, es responsabilidad del Poder Judicial, que, de este modo, también resulta amenazado.
Las formas de convivencia exigen un mínimo de reconocimiento a los otros, que pueden tener distintos orígenes o creencias, pero merecen el respeto y la cortesía a la que se hacen acreedores solo por ser personas. Si los Estados deben respetar los derechos humanos, cada individuo debe al menos mantener ciertas convenciones de respeto por los demás. La violencia es precisamente lo contrario de lo que se requiere para cumplir con estas obligaciones mínimas. En Chile, además, la violencia proviene casi exclusivamente de uno de los extremos del espectro político, que es justamente el que más la sufrió hace algunas décadas y se esperaba que ellos fomentaran el respeto a los derechos humanos y la civilidad entre las personas.
Cabía esperar también que los dirigentes políticos de todos los sectores apreciaran la enorme dificultad que representa para el país continuar con esta clase de enfrentamiento. Así, deberían haberse condenado las manifestaciones violentas, al menos cuando les afectara a ellos mismos o a sus propios candidatos. Pero no ha sido ese el camino que ha seguido buena parte de los parlamentarios y dirigentes, que prefieren hacerse los desentendidos de este crucial dilema que está afectando a nuestra sociedad. Quizá, bastaría con que ellos hicieran un llamado a la paz, sin pronunciarse sobre lo ya ocurrido, para que comenzara a instalarse una nueva atmósfera, más propicia a la actividad política propiamente tal.
De lo contrario, si el país sigue avanzando por este mal camino, las consecuencias no son fáciles de prever. Cultivar una auténtica cultura de la paz parece ser el desafío nacional más urgente en un año electoral como este 2021.