La Convención Constitucional comenzará hoy a discutir un reglamento provisorio. Lo que se votará hoy, sin embargo, es apenas una parte, solo un retazo, de un proyecto más completo que fue dado a conocer a los convencionistas.
Y ese proyecto —cuya autoría correspondería a la mesa— es una muestra de la forma en que sus autores conciben el trabajo de la Convención.
¿Cuáles son los aspectos más llamativos de eso que por ahora ha quedado en suspenso?
Ante todo, llama la atención la forma en que se pretende disciplinar el debate.
Un examen de la propuesta muestra que la Convención arriesga el peligro de dejarse atrapar por la idea de que la política de la identidad y la democracia directa han de prevalecer sobre la calidad de la deliberación. Un debate consiste en un intercambio de razones en que cada partícipe intenta persuadir o se deja convencer, dependiendo del peso de las razones que se esgriman. ¿Cómo se regula, en cambio, este intercambio de razones en el borrador que por ahora se decidió dejar en suspenso?
Basta citar una regla para advertirlo. La propuesta dispone que el uso de la palabra se concederá siguiendo los principios de paridad, plurinacionalidad, pluralismo, plurilingüismo y acción afirmativa.
Si usted pensaba que un debate se deja llevar por las razones, de manera que las que parezcan más persuasivas debieran poder exponerse con alguna morosidad y ser examinadas con detalle, a fin de detectar sus virtudes y sus defectos, está equivocado. Porque el reglamento parece suponer que el debate es una actividad performativa y no dialogal, una actividad identitaria más que un intercambio de razones abierto a las que parezcan más firmes.
Así, si hay un convencionista locuaz (debe haber más de uno) o uno dispendioso de ideas (hay dos o tres) deberán callar porque, a la luz de esta propuesta, lo que tiene primacía es que todos puedan hacer uso de la palabra, primero una mujer, luego un hombre, cuidando que ninguna identidad sobrepase a otra, cada uno de ellos perteneciente a una lista, por tiempos predeterminados, y todo, además, subordinado a una regla de discriminación positiva en favor de los pueblos originarios, para así compensar en el debate constitucional el silencio al que se les ha condenado en la esfera pública.
Se suma a lo anterior que cada constituyente contaría con una semana territorial (así se la llama en el proyecto en suspenso) en que debería fomentar la participación ciudadana. La Comisión de Presupuesto y Administración Interior recibiría un informe escrito de cada convencionista, acerca del quehacer participativo que impulsó en su respectiva zona. Si el informe no es aprobado se disminuiría la respectiva dieta o remuneración, considerándose esa semana como días no trabajados.
¿Son adecuadas esas reglas para la Convención?, ¿favorecerían, de ser aprobadas, la deliberación?
Aparentemente, se trata de reglas correctas, bien inspiradas, que favorecen la igualdad y la participación. Pero si se las mira de cerca, se trata de reglas que conferirán mayor peso a las coaliciones existentes a la hora de alcanzar acuerdos por fuera del debate y perjudicarán la autonomía racional o deliberativa de los convencionistas.
En efecto, la reglamentación pormenorizada del uso de la palabra evitaría el efecto silenciador de los más locuaces; pero la regla de que hablen todos por género, etnia, lengua, etcétera, a la vez que favorecer un muestrario de distintas voces, dejaría en la sombra y en la penumbra cómo se formó la voluntad colectiva que acabaría prevaleciendo mediante el voto. Porque no es muy difícil imaginar lo que ocurrirá. Puesto un tema en debate habrá una ronda de puntos de vista siguiendo los criterios de identidad y acción afirmativa; pero esos puntos de vista expresarán acuerdos previos alcanzados lejos de los ojos y oídos de la ciudadanía (porque esas reglas favorecen no el debate, sino la exhibición identitaria), y así la deliberación pública expuesta a todos se habrá abandonado. La discusión solo tendrá la apariencia de tal, porque los acuerdos se habrán convenido y debatido fuera de la reunión que se hace pública. Y ello será consecuencia de esas mismas reglas que por distribuir la palabra en base a criterios identitarios impedirá que los convencionistas argumenten y se persuadan de veras.
Si a lo anterior se suma que se vigilaría —no hay otra palabra— que cada convencionista estimule la participación en sus respectivas zonas, no es muy difícil imaginar que, de aprobarse, se crearía un mecanismo que obligaría, so pena de perder la remuneración, a que cada convencionista se conciba a sí mismo como un mensajero, un simple portador, de la voluntad agregada de quienes lo eligieron.
Así, las reuniones plenarias arriesgan el peligro de ser un muestrario de voces más que una deliberación genuina, y la semana territorial, el mejor pretexto para que prevalezca la asamblea y alguna otra forma de democracia directa, de manera que cada convencionista deberá esperar su turno no para decir lo que piensa, sino para transmitir lo que recogió con mayor o menor éxito en la reunión mensual, cuyo contenido habrá debido informar con disciplina de mensajero a la comisión respectiva.
Carlos Peña