¿Qué es una Constitución?… Pareciera que esa pregunta está de más en este país, donde se habla tanto de Constitución, en todos los tonos y para todos los fines. Porque asistimos a un diario ejercicio de proponer lo que “debiera ir” o “no debiera ir” en el nuevo texto constitucional, que se van acumulando sin filtros ni reparos antes de que la Convención inicie su trabajo.
Pero quizás las apariencias engañen. Puede que estemos ante una disparidad de información pública entre qué es una Constitución y para qué es una Constitución. Porque pareciera que falta de lo primero y sobra de lo segundo.
Vamos al punto. ¿Qué es una Constitución? Desde luego, son incontables las definiciones de Constitución. Pero hay algo común en esa variedad. Todas incluyen dos atributos esenciales e indisolubles: toda Constitución es —a la vez— un acuerdo soberano y una norma jurídica. En consecuencia, proponemos la siguiente definición didáctica: La Constitución es un acuerdo político y social del pueblo soberano, formalizado como la norma jurídica superior del ordenamiento. Ahí está todo lo esencial.
En primer lugar, la Constitución es un acuerdo. O sea, lo contrario a una imposición —“dictada” u “otorgada”— propia de las dictaduras o absolutismos. Pero un acuerdo ciudadano también se diferencia de otras expresiones parecidas, como “pacto” o “contrato” social, que “la llevan” en nuestros debates de estos tiempos. ¿Dónde radica la diferencia? En que acuerdo denota una relación de buena fe, basado en la mutua conveniencia sustantiva y es propio de relaciones dentro de una comunidad. Mientras que pacto o contrato suponen una desconfianza inicial latente respecto del eventual incumplimiento de lo pactado o contratado por la contraparte, que conlleva una obligación.
Quedémonos, entonces, con la expresión acuerdo. Es más amable. Pero quedan pendientes algunas aclaraciones sobre ese acuerdo: ¿de quién?, ¿entre quiénes?, y ¿sobre qué es el acuerdo?
Respecto de lo primero, la Constitución es un acuerdo del pueblo soberano, entre las y los ciudadanos de una comunidad estatal, de un país.
Pueblo soberano, compuesto de ciudadanos, da cuenta de un conjunto de seres humanos en ejercicio pleno de sus derechos soberanos. O sea, la titularidad para autogobernarse, para decidir sobre los asuntos comunes. Ejercicio pleno, a su vez, indica la vigencia de los requisitos para expresar libremente la voluntad. Es lo que ocurrió con la elección de los y las convencionales constituyentes, quienes redactarán una nueva Constitución. Ese pueblo soberano, compuesto por ciudadanos, pertenece a una comunidad estatal. Y la comunidad es más que la sociedad y la nación, pues da cuenta de una pertenencia no solo jurídica, sino espiritual, a un Estado o un país.
La segunda interrogante —sobre qué recae el acuerdo constituyente— se refiere al contenido de toda Constitución. Por cierto no se trata de una enumeración detallada de materias, que sería agobiante, sino de las esferas amplias que las agrupan. Que son dos: garantía de derechos fundamentales y control del poder político. Ahí está todo. Y si se observa con calma, se concluirá que todas las temáticas que a diario se proponen están insertas dentro de ese dualismo.
Pero recordemos que la Constitución no solo es acuerdo soberano, sino también norma jurídica. Con el acuerdo descrito, una Constitución obtiene su legitimidad. Pero, además, debe lograr su juridicidad mediante su formalización como norma jurídica. Y no cualquier norma jurídica, sino aquella norma superior del ordenamiento jurídico de un país.
Esta juridicidad como norma superior significa que la Constitución debe originarse en un procedimiento institucional previamente establecido, pero distinto al de una norma jurídica común.
Esta calidad de norma superior, a su vez, trae consigo la supremacía constitucional, que habilita para la Constitución un doble efecto con el resto del ordenamiento jurídico del país al que rige. En una dirección ascendente, todas las normas jurídicas del país deben sujetarse a la Constitución. Y en una dirección descendente, la Constitución irradia su contenido en todo el ordenamiento jurídico. Por lo mismo, la tarea de una nueva Constitución no termina con su aprobación ciudadana. También debe armonizarse con el conjunto de normas del país —una tarea que tardará varios años—, lo que además supone la rigurosidad jurídica con que deberá redactarse el nuevo texto constitucional.
Confiemos en que el nuevo texto constitucional, dotado de una impecable legitimidad ciudadana y rigor jurídico, oriente a nuestro Chile por mucho tiempo en paz, justicia y progreso.
Que Dios y nuestros conciudadanos así lo dispongan y construyan.
Mario Fernández Baeza
Profesor de Derecho Constitucional
Universidad de Chile