Rusia y Ucrania, al igual que la mayor parte del resto de Europa, fueron desde mucho antes de la Revolución de Octubre tierra de persecución, pogromos, masacres, humillaciones y exclusión de los judíos. La magnitud y ferocidad de los crímenes del nazismo buscando la destrucción total de los judíos europeos resultó tan monstruosa que opacó los eventos y manifestaciones de odio hacia los judíos cometidos durante la era estalinista de la antigua Unión Soviética.
La primera ofensiva antisemita de Stalin tuvo como víctimas a los propios bolcheviques judíos. Así, Grigor Zimoniev, presidente de la Internacional Comunista; Lev Kamenev, primer jefe del Estado soviético ruso, y Grigor Sokolnikov, primer ministro de Economía y Finanzas de la Rusia soviética, fueron fusilados o directamente asesinados en el curso de las grandes purgas de 1936 y 1937, a los que unió su suerte León Trotsky, asesinado en México por órdenes de Stalin en 1940.
Se podría decir que Stalin, en 1941, al convencerse de las ventajas de invocar el eslavismo y el nacionalismo ruso para enfrentar la invasión de la Alemania nazi, hizo suya la tradición antisemita de los zares Catalina la Grande y Nicolás II, dando origen a una suerte de nacional-comunismo ruso.
El decisivo triunfo del Ejército Rojo sobre las tropas de Hitler consolidó su liderazgo y le permitió profundizar y proclamar abiertamente la ideología del nacionalismo estatal, oponiéndolo al “cosmopolitismo”, concepto ampliamente utilizado en la propaganda del régimen para significar a los judíos, habitantes de la URSS en quienes no se debería confiar, pues “niegan los sentimientos nacionales y la idea de patria” (Stalin).
Tras la guerra, el país conoció diversas purgas y detenciones contra miembros de la comunidad judía como las ejecuciones de artistas, la persecución de integrantes del Comité Antifascista Judío y la muy reputada campaña en 1953 contra los médicos judíos (uno de los cuales, Yakov Rapoport, fue sacado de la cárcel para atender a un moribundo Stalin).
El caso del Comité Antifascista Judío es digno de destacarse. Encabezado en un tiempo por Ilia Ehremburg, y luego por Vasili Grossman, acogió en 1942 la idea de crear un Libro Negro sobre el exterminio de los judíos, el que en más de mil páginas recogía los testimonios de los supervivientes del genocidio iniciado con el ingreso de las tropas de Hitler en tierras rusas. No obstante que sus autores vivían y participaban de la vida política e intelectual de la Rusia soviética, su publicación fue prohibida en 1947, lo que coincidió con el inicio de una feroz campaña contra los miembros del Comité Antifascista Judío, acusados de “cosmopolitas desarraigados”.
En el fondo, Stalin pensaba, por cierto equivocadamente, que destacar los crímenes contra los judíos en Ucrania y Rusia bajo la ocupación alemana, podría opacar los sacrificios del pueblo ruso en la lucha contra el invasor. Los ejemplares del Libro Negro fueron destruidos, pero algunos alcanzaron a salir del país, siendo publicado en 1980 en Israel y en 2001 en Gran Bretaña. Recién en 2015 los rusos pudieron acceder a una versión en su lengua original.
Algunas teorías sostienen que la obsesión estalinista con los judíos se debía a que sospechaba que estos habrían propuesto crear una república judía en Crimea, donde sus habitantes originales, tártaros, habían sido deportados en una de las delirantes operaciones de ingeniería social del período soviético. Al respecto, Nikita Jruschov en sus memorias dice que Stalin “dio rienda suelta e ilimitada a la imaginación… Stalin… enloqueció literalmente. Al cabo de cierto tiempo empezaron las detenciones”.
El dirigente comunista búlgaro George Dimitrov llevó entre 1933 y 1949, años en que participó de la nomenklatura soviética, un cuaderno de notas en el que recopilaba impresiones y frases textuales de Stalin, el que fue publicado en Bulgaria en 1997, y luego traducido al inglés en 2003 y publicado por la Yale University Press. En estas notas queda claro que Stalin “elimina en su pensamiento toda relación entre virtudes morales y cualidades políticas. Para él, el buen político no es el que defiende una causa justa, sino el que triunfa”. La “causa” es la victoria, y el fin justifica los medios. No es extraño entonces que su admirador Dimitrov haya registrado frases de su líder tales como: “Aniquilaremos a todos nuestros enemigos, aunque sean viejos bolcheviques; aniquilaremos a todos sus seres queridos, a toda su familia. Aniquilaremos a todos aquellos que atenten contra la unidad del Estado socialista tanto de obra como de pensamiento”.
Millones de personas, miembros de los diversos pueblos agrupados en la ex URSS, conocieron las consecuencias de este otro nacionalismo.
Ricardo Brodsky