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Editorial
Martes 15 de junio de 2021
Israel sin Netanyahu
El primer desafío del nuevo gobierno será sostenerse en el tiempo.
Grandes desafíos enfrenta la nueva coalición en el gobierno de Israel. El primero, sostenerse en el tiempo y contener los embates del ex primer ministro Benjamin Netanyahu, ahora líder de la oposición. La alianza de ocho partidos deberá mantener un delicado equilibrio para avanzar en su prioridad que, según el Premier, Naftali Bennett, será superar las divisiones de Israel.
Nadie espera grandes proyectos de este mosaico político, que incluye a religiosos ortodoxos, nacionalistas, centroderechistas, izquierdistas, laboristas y árabes, porque su punto de unión fue desbancar a Netanyahu. Ahora tendrán que lidiar con una economía duramente golpeada por la pandemia (a pesar del gran éxito de su campaña de vacunación), hacer reformas en salud y educación, y combatir la burocracia y la corrupción, sin dejar de lado la seguridad, punto fuerte del gobierno anterior. Hoy tendrán su primera prueba en este sentido, cuando los ultranacionalistas marchen por Jerusalén, en conmemoración de la guerra de 1967. Cualquier amago de violencia podría despertar la nostalgia por la mano dura de Netanyahu.
El saliente premier hizo de la sobrevivencia de Israel su marca política. Desde que asumió el liderazgo del Likud, en 1993, se opuso a dar concesiones a los palestinos y fue un crítico acérrimo de los Acuerdos de Oslo, de la devolución de tierra ocupada y del fortalecimiento de las fuerzas policiales de la Autoridad Nacional Palestina. Cuando asumió como Premier, en 1996, debió cumplir algunos compromisos bajo presión norteamericana, lo que le valió perder el puesto en 1999, para recuperarlo diez años después, con un mandato que no dejaba espacio para las negociaciones con la ANP.
Esa política le valió tensas relaciones con Barack Obama, con quien discrepó abiertamente por el acuerdo nuclear con Irán de 2015. Los vínculos con Estados Unidos se vieron fortalecidos durante la administración Trump. Netanyahu, que estudió en el MIT, tenía gran afinidad con el presidente republicano: lo consideraba el “mejor amigo” de Israel, más aún cuando desahució el acuerdo con Irán, trasladó la embajada a Jerusalén y reconoció la anexión de los Altos del Golán y la política de asentamientos en Cisjordania. Las negociaciones con la ANP se dejaron de lado, orientándose, en cambio, hacia la “normalización” de lazos con otros países árabes, como Emiratos Árabes Unidos, Sudán, Marruecos y Bahréin, enfoque apoyado con entusiasmo por la Casa Blanca de Trump, y que no se espera cambie con el gabinete de Bennett y su alterno, Yair Lapid.
El proceso de paz con los palestinos probablemente seguirá en punto muerto, por la dificultad de poner de acuerdo a un Bennett, promotor de las colonias judías en Cisjordania, y, por ejemplo, los laboristas, que han sostenido una postura menos expansionista, pero que de todos modos deben responder a un electorado que apoya políticas duras frente a los militantes de Hamas que controlan Gaza. En todo caso, en este tema es clave el papel de Estados Unidos que, con Joe Biden, todavía no ha hecho propuestas públicas.
En este nuevo gobierno multicolor las definiciones “ideológicas” se han dejado de lado en aras de la convivencia, y también para estar listos ante una arremetida de Netanyahu, quien ya advirtió: “volveremos”.