Esta columna, a cincuenta años del asesinato de nuestro abuelo, a sus tan solo 59 años de edad, Edmundo Pérez Zujovic —quien fuera ministro del Interior y vicepresidente de la República—, es parte del testimonio de una generación de 35 primos y primas, de los cuales solo seis habían nacido al momento de su muerte. Mi madre estaba entonces embarazada de mi hermana mayor. Veintinueve nietos y nietas que no pudo conocer…
La forma en que a una familia marca una muerte violenta dependerá de circunstancias y de factores que no se pueden comprender mientras no se vivan. Y cada uno dentro de su familia tendrá también su propio proceso. En esto, nadie se puede adjudicar la voz de otros ni la experiencia ajena, que serán tantas como personas lo hayan vivido. Por eso, me gustaría compartir mi historia, que es tan solo un relato más de tantos que debiesen ser escuchados; un relato impregnado de letras de diarios y de revistas impresas. Y de dolor, pero no de odio ni rabia.
La historia comienza en la casa donde viví de niña —que ahora es una oficina familiar— y que fue construida por mi madrina arquitecta. En ella hay un subterráneo húmedo con varias piezas y en una de esas piezas, hay varias repisas. En la más alta, fuera del alcance de los niños, muchas cajas se apilaban intentando quedar selladas. Desde los cinco años, recién aprendiendo a leer, escalaba y lograba bajar cientos de publicaciones sobre la muerte de nuestro abuelo. Ahí, escondida, las miraba, siendo los recuerdos de mis primeras lecturas esas frases e imágenes que llenaban mis dedos de tinta negra.
Ver la consternación de mi tía que lo acompañaba, las marcas de balas en los vidrios rotos, el rostro de mi abuela entrando al Hospital Militar, no son cosas que una madre o padre quisiera que su hijo o hija viera a tan temprana edad.
Me sorprende aún, tantos años después, el haber procesado esas lecturas desde un comienzo con paz, y el odio que se encarnó en nuestro abuelo, en amor por nuestro país. Veo lo mismo en mis primas y primos, con quienes mantenemos un vínculo de cariño y amistad, de comprensión en una familia que con nueve hijos quedó sin padre y madre hace más de cuarenta años. Porque mi abuela murió de pena tan solo siete años después.
¿Cómo lograron no transmitirnos rencor? Hace un tiempo, a raíz del estallido social, se lo pregunté a mi mamá, quien me respondió: “Porque el odio es algo muy feo, no quise que ustedes lo tuvieran”. Qué respuesta más simple y qué difícil lograrlo cuando se ha vivido algo así. Qué coraje.
El odio, ese sentimiento que impide ser feliz como persona, al expandirse en una sociedad, frustra el desarrollo de un país y el bienestar de su gente, causando daños que a veces no hay forma de reparar.
Por eso hoy, 8 de junio del año 2021, cincuenta años después de un acto violento que causó una muerte injusta a un gran hombre, recordemos todas las vidas que fueron mutiladas, arrebatadas; no solo la de nuestro abuelo, sino también la de quienes la historia no recuerda, de distintos sectores políticos e ideas. Porque ninguna vida tiene más ni menos valor que otra.
No olvidemos tanto dolor sufrido en Chile por el odio que se enquistó en su alma.
En estos momentos en que hemos logrado encauzar el descontento en la institucionalidad de una nueva Constitución, que sean las voces de unidad, de respeto, de diálogo y de acuerdo las que tengan eco. Que se diluyan las de quienes se sienten con la autoridad de señalar que sus posturas serán impuestas y no conversarán con un sector; porque la polarización, la intolerancia y la soberbia pueden alimentar a ese instinto destructor que, Freud sostenía, los seres humanos llevamos dentro, y que cada cierto tiempo le termina ganando a la razón.
Francisca Jünemann Pérez