Ha muerto el que quizá sea el científico más relevante y original que ha producido Chile. Sus ideas, formuladas en el campo de la biología, alcanzan hoy a campos en apariencia tan disímiles y distantes como la sociología, la cibernética, la antropología o la filosofía, al extremo que basta abrir un volumen actual de cualquiera de esas disciplinas para tropezar con la “Escuela de Santiago” —como se la conoce en la bibliografía internacional— que él encabezó. Como suele ocurrir con los hombres de su estatura poseía una sorprendente sencillez y siempre atendía los puntos de vista ajenos, convencido de que su interlocutor portaba algo que él no sabía, que tenía un punto de vista en el que él no se había situado.
Una de sus ideas, que cambió el curso de varias disciplinas, comenzó a incubarse en un subterráneo de la calle Independencia, en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile. Se trata de la idea de autopoiesis que luego expuso más acabadamente en colaboración con Francisco Varela.
¿En qué consiste esa idea que sitúa a Humberto Maturana como uno de los científicos más notables que ha producido la universidad chilena? Ella describe en qué consiste lo vivo. Lo vivo no depende del movimiento (puesto que hay seres vivos que no se mueven); tampoco del hecho de transformar insumos en energía (el automóvil es capaz de hacerlo); ni de la tendencia a reaccionar frente a un estímulo (algo así ocurre también a un termostato). ¿En qué consiste pues lo vivo? Sencillamente dicha, la idea expuesta por Maturana asevera que lo vivo consiste en su capacidad de autorregenerarse o si, se prefiere, en la capacidad de crear los elementos que lo componen y lo distinguen del medio, recurriendo a los mismos elementos que lo componen.
La vida, observó, era circular. Los seres vivos “transforman la materia en ellos mismos de manera que su producto es su propia organización”. Los sistemas autopoiéticos no solo producen sus estructuras, sino también los elementos de los que están constituidos.
La idea tiene una profunda repercusión en amplias áreas de la ciencia y la filosofía contemporánea. Desde luego, enseña que el cerebro y el conocimiento no se representan el mundo como si a la mente ingresara información acerca de él (al modo en que un espejo acoge una imagen), sino que lo constituyen. Habitualmente creemos que conocer consiste en salir de la esfera de la propia conciencia y, como un cazador, atrapar algo y traerlo luego al propio reducto. Pero si la mente, por decirlo así, es autopoiética, entonces el conocimiento no consiste en atrapar un evento externo para traerlo a la conciencia (como si los sentidos fueran los cazadores que atrapan la presa), sino que el conocimiento es interpretativo o constructivo del mundo en derredor. La distinción entre la mente por un lado, y el mundo por el otro, o si se prefiere la distinción entre el sujeto y el objeto como cosas independientes, cae de una sola vez. El conocimiento depende de nuestra biología. Y lo que se dice del conocimiento hay que decirlo también de la comunicación. Nos comunicamos a partir de un horizonte de sentido constituido por la propia comunicación.
Es difícil exagerar la importancia de esas ideas que Humberto Maturana comenzó a dibujar en un subterráneo de la calle Independencia y que más tarde exploró hasta sus últimos intersticios en una producción intelectual que forma parte hoy día de la cultura académica universal.
En otra parte de su obra exploró las consecuencias que se seguían de lo anterior, esto es, del hecho de que los seres humanos estábamos indisolublemente atados con el mundo, que como había observado Heidegger, éramos seres-en-el-mundo. Nosotros y el mundo, sugirió, somos como ese dibujo de Escher en que una mano dibuja a la otra sin que podamos saber a cuál de ellas pertenece el primer trazo.
Lo anterior no quiere decir que estemos atrapados en el mundo que hemos constituido, puesto que podemos observar nuestras observaciones y darnos cuenta de que cada uno tiene una posición que facilita ver esto o aquello; pero que al mismo tiempo nos ciega para eso o lo otro. Una vez que comprendemos eso, dijo Humberto Maturana, una vez que comprendemos que cada uno ve el mundo de una cierta forma, se abre una nueva perspectiva ética que consiste en que la convivencia solo es posible allí donde cada uno comprende que convivir consiste en hacer posible la cooperación entre individuos que se han constituido a partir de distintos dominios de experiencia. Y gracias a nuestra capacidad reflexiva, concluyó, podemos ampliar nuestros respectivos dominios de experiencia hasta alcanzar uno que los incluya a todos: un “dominio experiencial donde el otro también tenga un lugar y en el cual podamos construir un mundo con él”.
La vida biológica era así para Humberto Maturana una experiencia ante todo ética, un desafío de encontrarnos con el otro y esforzarnos porque nuestros mundos siquiera parcialmente coincidieran. Llegada la hora de su muerte, es esta quizá la idea que debamos hoy día retener de él.
Carlos Peña