Ataques a sangre fría, quema de hogares y destrucción de infraestructura. Robos y tráfico de drogas. Civiles con cascos y chalecos antibalas transitan por calles desoladas. Los vecinos se organizan porque a unos kilómetros una familia fue desalojada por una turba de delincuentes. “¿Otra vez?”, se preguntan resignados. El diario del lunes trae una escuela quemándose en la portada. La semana anterior mostraba a un funcionario del Poder Judicial con arsenal de guerra en su domicilio. Unos días antes, un equipo periodístico fue atacado a balas, salvando sus vidas de milagro. El diario del martes informa de una persona baleada y seis camiones incendiados. El del miércoles, cuatro cabañas quemadas y una comisaría vandalizada.
No es el guion de una película de terror. Es la vida cotidiana de nuestros compatriotas en la macrozona sur. Sin Dios ni ley, la delincuencia y el terrorismo arrebatan diariamente años de esfuerzo y esperanza.
Hace un par de meses se anunció un cambio de estrategia luego del asesinato de un funcionario de la PDI, y los números dan cuenta de un fracaso monumental: 427 casos de “violencia rural” durante el primer trimestre, de los cuales 134 corresponden a usurpaciones de predios.
No dejo de pensar en lo distinta que sería la respuesta de nuestra clase política si las víctimas del terrorismo residieran en la capital; si las escuelas incendiadas fueran aquellas donde asisten los hijos de autoridades, artistas o empresarios, o si la municipalidad quemada estuviera en Santiago. Otro gallo cantaría y en tiempo récord los partidos habrían alcanzado un acuerdo para restablecer el Estado de Derecho.
Para desgracia de esas personas, les tocó vivir en una zona alejada. Un país distinto dentro de un mismo país. Pagan los platos rotos del centralismo y deben conformarse con políticas de seguridad que —pensadas a cientos de kilómetros— representan una burla. El nombramiento de delegados presidenciales —con pocas atribuciones y, salvo excepciones, nombrados para pagar algún favor— no puede sino expresar ese abandono.
Pareciera que este Chile no importa. Que sus necesidades son tan lejanas como desconocidas. Que pertenecen a una segunda categoría. Es urgente acercar las decisiones a los territorios, dotando de representatividad, competencias y recursos a aquellos que sufren diariamente el conflicto y enfrentan día a día el miedo y la incertidumbre. De este modo, la descentralización dejará de ser un concepto abstracto e insípido y pasará a traducirse en mejores decisiones, en mayor cercanía y seguridad.
Seguir haciendo lo mismo de estas últimas décadas no dará resultados. ¿No será el momento de que las soluciones nazcan y se implementen desde las regiones afectadas?
Es por ello que la eventual nueva Constitución debe consagrar un Estado unitario descentralizado y la solución de los problemas públicos debe construirse de “abajo hacia arriba”, de lo local a lo nacional (subsidiariedad territorial). De esta manera tomaremos mejores decisiones y la ciudadanía se involucrará más en los asuntos públicos, robusteciendo nuestra democracia.
Mientras eso pasa, las autoridades deben enfrentar la violencia desatada en la zona sur con todas las herramientas que el Derecho les otorga. Las víctimas del terrorismo y la negligencia estatal no están esperando la “nueva Constitución del siglo XXI”, sino algo bastante menos pretencioso: un Estado cercano que sea capaz de resguardar la vida y la propiedad de sus habitantes incorporando la visión de los propios afectados, con inteligencia, determinación y valentía.
¿Acaso será mucho pedir?
Gonzalo Bofill Velarde
Fundación Piensa