Los reclamos que manifestó el Ejército por un programa de televisión burlesco permiten plantear un problema del máximo interés público.
¿Es la imagen que tiene de sí misma una corporación o un grupo un límite para el discurso ajeno? En otras palabras, ¿la autocomprensión de una institución o un pueblo debe estar protegida frente a las expresiones que los demás profieren?
Si la respuesta a esas preguntas fuera positiva, entonces el Ejército tendría una razón para sostener que ese programa no debió exhibirse. Después de todo, no cabe duda de que el Ejército posee una imagen de sí mismo, un discurso acerca de lo que es y lo que significa, que las burlas de ese programa socavan. Tolerar un discurso hiriente o la sorna equivaldría a aceptar que esa identidad fuera menoscabada.
Pero si —como lo sugiere ese argumento— se aceptara que la autocomprensión de un grupo o institución es un límite al discurso ajeno, entonces la libertad de expresión simplemente no existiría. Como la sociedad está compuesta, cada vez más, de grupos e instituciones diversas, cada uno de los cuales posee una imagen de sí y una autocomprensión de su valor —basta pensar en los pueblos originarios, las minorías sexuales, los grupos religiosos, las instituciones—, el ámbito de la libertad de expresión se restringiría hasta el punto de extinguirse. El discurso humorístico, por ejemplo —ya está ocurriendo—, ha debido aguzar su imaginación para hacer reír sin lesionar la autoimagen de múltiples grupos e identidades que se sienten gravemente ofendidos cuando la burla o la ironía se dirige a lo que son o a los valores o a la memoria que proclaman.
Así entonces, debe concluirse que la identidad de una institución o grupo o la comprensión que sus miembros tienen de sí mismos no debe ser un obstáculo a las expresiones que los demás profieran o al humor que ejerciten o imaginen. Esto vale para el Ejército, pero también para quienes suelen esgrimir su identidad o su memoria para controlar el discurso ajeno. Si se aceptara que la propia identidad o autoimagen fuera un obstáculo para el discurso ajeno, la esfera pública muy pronto quedaría transformada en una calle congestionada, por la que transitarían las expresiones esquivando identidades, cuidando de no tocar ni rozar a ninguna de ellas.
Sin embargo, es exactamente eso lo que está hoy día, bajo diversos pretextos, ocurriendo.
No es solo el Ejército el que se eriza cuando el humor, la ironía, la burla o la crítica franca se dirige hacia él, lo mismo ocurre a las diversas identidades con las que hoy se organiza la vida social. Una de las paradojas de la sociedad contemporánea lo constituye la afirmación de las libertades; pero al mismo tiempo, de las identidades. Las personas quieren actuar u obrar sin restricciones, pero al mismo tiempo pretenden que la definición que hacen de sí mismas esté a salvo de la opinión o la expresión de los demás. El resultado es que la libertad encuentra cada vez menor espacio para ser ejercitada, porque las identidades se erigen a sí mismas como cotos vedados a la expresión ajena. La corrección política, las identidades de las minorías o el llamado negacionismo de esto o aquello, surgen como obstáculos invisibles a la expresión. No son desde luego censura, pero se trata de reglas mudas acerca de lo que es admisible decir y lo que no.
¿Significa lo anterior que el Ejército, para respetar la opinión ajena, debió enmudecer frente a ese programa?
Tampoco.
El Ejército, en cuanto entidad pública, está más expuesto al escrutinio o al humor ajeno que un grupo privado y tiene un deber de mayor tolerancia que este último, pero tiene derecho a exponer la forma en que se concibe a sí mismo cuando el discurso ajeno socava o desmiente su autocomprensión. Ese puede ser un acto imprudente o inútil, pero no equivale a deliberación en sentido técnico. Deliberar consiste en ejercer autonomía allí donde debe existir obediencia. Y es obvio que el discurso ajeno con fines de crítica, menos si es humorístico, no reclama obediencia. Una analogía con las minorías amenazadas por el humor permite entender el punto. El hecho de que una minoría no pueda esgrimir la forma en que se identifica o concibe a sí misma como un límite frente al discurso ajeno, no significa que no pueda reivindicar su identidad para defenderse de las opiniones que la hieren. Así también, la corporación militar puede manifestar los valores con que elabora o construye su identidad frente al humor que los niega o los relativiza. Al hacerlo, el Ejército está simplemente reafirmando la forma en que se concibe —oponiendo discurso al discurso— y no deliberando. El deber de no deliberar puede equivaler a enmudecer frente a la autoridad civil, pero no frente al discurso ajeno que relativo a la propia identidad es emitido por particulares.
En esto, el Ejército está en la misma situación que cualquier otra corporación o cualquier minoría: no puede esgrimir su identidad para hacer callar; pero no está obligado a callar frente a lo que se dice de él.
Carlos Peña